Pocas cosas cuentan cuando estás a punto de perder algo tan valioso e irrecuperable como la vida o algún bien que sea de extrema importancia, ya que todas las fuerzas y pensamientos suelen concentrarse en el problema y búsqueda de una posible solución. Pero ¿y si no la hubiera, qué puedes hacer?
No conocía la respuesta en febrero de 2013, cuando médicos del Columbia University Medical Center (Prebysterian), en Nueva York, descubrieron que había perdido la capacidad de movimiento de mis piernas por el dolor y la hinchazón que tenía en ambas rodillas producto de una infección provocada por una bacteria en mis huesos (osteomielitis).
Había sufrido necrosis vascular o muerte del tejido óseo en varias partes de mis rodillas debido a la alta dosis de esteroides que tomaba para tratarme una aplasia medular.
La osteomilitis me provocaba fiebre de hasta 40 grados y un dolor mucho más atroz que el que padecí al ser sometida a una cesárea sin anestesia. Era más fuerte que los dolores de mis partos o las piedras en los riñones. Era horrible.
No había morfina ni ningún otro medicamento que me calmara. Estar prácticamente sedada era lo que más funcionaba, hasta que llegara el momento de moverme para cualquier cosa.
No tenía sosiego ni mucho menos esperanza de mejorar o seguir con vida, ya que mi condición era tan crítica que estaba a punto de ser desahuciada por segunda ocasión por la enfermedad en la médula.
En esa situación una persona me recomendó “dar gracias a Dios” cuando peor me sintiera y esa fue la clave para sentirme mejor.
Tal vez esto no tenga base científica ni lógica, pero sí espiritual. Cambiar mis lágrimas por dar gracias a Dios en lo peor de mi situación era lo único que me calmaba.
Es dando gracias a Dios y por medio a la oración que recibimos la paz que sobrepasaba todo entendimiento. Filipenses 4:6-7.