Pocos días después de las elecciones, con ocasión de la visita del entonces presidente electo al Palacio Nacional, Luis Abinader, escribí un artículo en esta columna aplaudiendo la madurez democrática que permitía a los dominicanos ceremonias de este tipo.
Algunas personas disintieron y me reprocharon que diera tanta importancia a un acto protocolar. Vista la actitud que ha tenido desde que perdió las elecciones el actual ocupante de la Casa Blanca, y el asalto al Capitolio que tuvo como consecuencia, considero que mi punto no sólo se sostiene, sino que ha sido confirmado.
Vivir en democracia sólo es posible cuando se es capaz de aceptar las derrotas con madurez y gestionar los desacuerdos con cierta altura.
El mal de origen de las sociedades que dejan derrumbarse sus democracias es la tendencia a querer excluir los puntos de vista contrarios del foro público. No hay que olvidar nunca que la democracia es saber perder y saber ganar, pero también y, quizás sobre todo, diálogo.
Obviamente, no todo entra en el diálogo democrático: las injurias, las incitaciones a la violencia y el discurso de odio no están protegidos por la libertad de expresión. Pero las opiniones opuestas sí, incluso cuando nos resultan molestas.
Por eso me preocupa la tendencia que noto en ciertos actores de la opinión pública de erigirse en jueces de quién puede hablar y quién no. La participación democrática no se agota en el ejercicio del sufragio, la discusión pública sobre temas de interés social es fundamental para una democracia sana.
Los ciudadanos tienen el derecho de expresar sus opiniones positivas y negativas sobre la cosa pública, independientemente de cuáles opciones políticas hayan apoyado en el certamen electoral. Pretender separar en castas a la sociedad afirmando que quien apoyó a uno u otro candidato debe guardar silencio es esencialmente antidemocrático.
En el debate público se es libre de señalar a los demás las incoherencias que uno percibe en sus posiciones, pero no callarlos.
Cuando ese chantaje se impone como norma social atomiza el debate, dejando a todos hablando sólo con quienes le reconocen el derecho a hacerlo.
Es decir, en la mayoría de las ocasiones el diálogo termina siendo endogámico.
Esto fomenta que cada grupo cree y se crea una realidad distinta, propia, adaptada a sus humores. Así no es posible que el debate público cumpla con los requisitos mínimos necesarios para servir de herramienta que corrija errores. No se aprende nada tampoco.