Cuentos ocho veces breves

Cuentos ocho veces breves

Cuentos ocho veces breves

El nuevo rumbo

Caín, luego de su tropiezo mayor, emprendió el camino, con la vista nublada y resignado. Los recuerdos oscuros nunca lo atormentaron. El tiempo pasó, y apartado de sus padres, se convirtió en el primer turista del mundo. Dios, magnánimo y poderoso, le concedió libertad y permiso para conocer muchos lugares y rincones mágicos y desconocidos del  planeta.

La última cena

El artista trepó al andamio y examinó de manera minuciosa la consistencia de la pared que ordenó recubrir con una base de yeso blanco. Tres días después volvió al andamio con paletas de colores y pinceles. Los sacerdotes del convento dominico Santa María de la Gracia, miraban cada día, y en silencio, el avance de la obra. El artista, cuando entregó el encargo, nunca se imaginó que convertiría la última cena de Jesús con sus doce discípulos en «La última cena», de Leonardo da Vinci.

Caverna

Vivía con un dilema punzante. Una espina existencial clavada en su cabeza. ¿En qué momento estaba frente al espejo? ¿Y qué podía hacer para que el espejo estuviera frente a él cuando mira su imagen reflejada? El dilema lo agotaba tratando de enfocarse en la solución. Y, finalmente, se dio cuenta que de esa forma, si repite  el proceso igual, una y otra vez, jamás saldría de ese círculo vicioso. Eran él y la imagen en el espejo. El espejo y él. La imagen de su rostro reflejada en la superficie del espejo. El espejo solo, cuando él no está frente a él, mirando su rostro reflejado. Uff. Así no avanza. Y nunca hallaría la esencia de sí mismo. ¿Quién era él, realmente?

La eternidad ajena

 En ese momento, cuando se le murió su eternidad a César Vallejo, miró a todos lados. Estaba irremediablemente solo. Y así, solo y deshabitado, el bardo se quedó velándola hasta ese día que se marchó a reunirse con su eternidad.

Y desde entonces todos los poetas del mundo están velándolo a él. Olvidándose cada quien de su propia eternidad.

 Honor y paciencia

La taza era de cristal, limpio y transparente y estaba medio llena.

El contenido era solo de agua caliente.

El hombre, sin quitar la vista de la taza, se sacó el reloj de la muñeca. Despacio. Y lo introdujo en la taza.

En la mirada tenía una paciencia espesa. Así, consciente de su momento de eternidad, se demoró cinco minutos para que el reloj dejara toda su esencia en el agua caliente de la taza. Entonces, justo en el momento preciso, acercó la taza a los labios con el reloj dentro, y se tomó su tiempo.

La puerta

Una mujer, en su más alto grado de obsesión, hizo que quitaran la puerta de entrada a la casa. Ama la vida. Y de esa forma, gracias a su medida de precaución, sabe que la muerte, con la guadaña al hombro, nunca tocará a su puerta.

Libertad

Un ave sencilla. Tenía alas; y de qué le servían si vivía sola, en un hogar con barrotes.

La libertad era otro reino. Y ella era un ave de bello plumaje y sueños sublimes. Ama la vastedad del cielo. Estaba dispuesta a grandes decisiones. Incluso a comprometer la  naturaleza de su cuerpo con tal de hacer realidad su mayor sueño, que era dejar las rejas, salir de allí, volar. Eso lo pensó seriamente, como si se tratara de cerrar los ojos y apostarlo todo a un deseo. ¿Será posible? Se encomendó con vehemencia a los poderes de los padres tutelares de su especie; y, si recibía amparo, solo puso una condición: pidió alas.

El sueño y el canto matinal los perdió mientras esperaba.

Los días pasaban. El alpiste a penas lo prueba. Y, cuando estaba a punto de arrinconarse y dejarse arrancar la vida, llegó el día clave. Hubo anuencia. Vaya suerte.

Alas tuvo; y resistentes, oscuras. Así que salió de su prisión, feliz, volando. Convertida en una cucaracha.

El vendedor de tierra negra

Un pregonero pasa todas las mañanas por las mismas calles. Vende paladas de tierra negra y compra vidas blancas. No importa si está casado o viudo el vendedor. En cuanta toma si ríe a diario y sabe ser feliz. Tampoco importa la edad o si hay indicios de mala salud.

Un día salió a las calles sin tierra negra. Tarde se dio cuenta que se había agotado la húmeda mercancía. Y solo pregonaba la compra de vidas blancas.

Al medio día, bajo un sol calcinante, encontró una persona dispuesta a vender su vida.

Y qué voy a recibir si acepto el trato, preguntó.

No tengo reservas si tu vida se apega a los requisitos. Vivimos en un mundo donde el tiempo real no es real. Solo tienes que pensar qué quieres. Y yo te lo concedo de inmediato. ¿Cerramos el trato?

No. Primero quiero saber eso del tiempo. ¿Cuándo es real y cuando deja de serlo?

No hay nada que explicar. La vida es tuya y la disfrutas a plenitud durante un tiempo que para ti es real. En cambio, más allá de hoy, cuando traspasas una franja invisible, empieza el futuro lejano, que es un tiempo irreal. Y llega ese momento. Sin darte cuenta te alcanza la irrealidad y ya no eres dueño de tu vida.

El trato quedó cerrado. Y de nuevo, a la mañana siguiente, el pregonero volvía a las calles. A comprar vidas blancas y vender tierra negra.

Te invitamos a leer también: ¿Qué ganaste?

El anfitrión de sonrisa devastadora



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.