Cuando los premios perjudican

Concebidos para motivar, incentivar y proyectar a los autores, los premios literarios han adquirido una notoriedad tal que, en muchos casos, terminan condicionando las obras.
Al punto de generar la falsa idea de que la consagración solo es posible mediante reconocimientos, homenajes o inclusión en los cánones escolares.
Integrada al sistema de valores, esta percepción empuja a no pocos escritores a perseguir una ansiada validación, muchas veces a costa no solo de su independencia intelectual, sino también en ocasiones de su integridad ética.
Una obra puede ser tan innovadora que supere los conocimientos y capacidades del jurado, pero si no pasa por ese tamiz, no cuenta.
Esto desvía el foco del trabajo literario hacia expectativas externas. Ya no se escribe para explorar el lenguaje, revolucionar la técnica, incomodar al poder o decir lo que otros callan. Se escribe para encajar, para ser premiado, aceptado, valorado y validado.
Esa distorsión crea castas. Semidioses, no por sus obras en sí, sino por las condecoraciones. No ocurre lo mismo con quienes no han sido reconocidos: son vistos como figuras menores, marginales.
Sin embargo, la historia está repleta de literatos ignorados, perseguidos o ridiculizados, que a pesar de ello dejaron obras imperecederas.
Cortázar y Borges murieron sin recibir el Nobel. Kafka apenas publicó unos pocos textos en vida. Emily Dickinson escribió toda su obra en el anonimato. César Vallejo fue considerado “oscuro” por sus contemporáneos.
Y están los llamados “poetas malditos” Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, quienes lideraron una de las mayores revoluciones estilísticas conocidas, sin haber sido nunca reconocidos en su tiempo.
Lo más perjudicial es el efecto que esta aspiración genera: se escriben obras diseñadas para ganar. Textos adaptados a las condiciones del jurado, acomodados a las tendencias.
Pero la consagración no siempre llega de la mano de los premios. Ni de la crítica “comprometida”.
Surge de la coherencia entre la creación y la conciencia. Del respeto que otros escritores auténticos sienten al leer lo escrito. Del lector ávido, que encuentra en la obra una verdad que solo él ha tocado. Y, sobre todo y más que todo, del hecho de escribir sin traicionarse.