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Cuando la escuela falla: reflexiones a partir del caso de Stephora

*Por Isabel López

La muerte de Stephora, una niña de once años que perdió la vida durante un paseo escolar, ha estremecido a todo el país.

No solo por la tragedia en sí, sino por las preguntas que deja abiertas sobre el rol de las escuelas, la supervisión adulta y la manera en que tratamos a los niños que, por diversas razones, se encuentran en situaciones de vulnerabilidad. Su caso no puede verse como un accidente aislado; debe entenderse como un llamado urgente a revisar cómo estamos cuidando —o descuidando— a nuestros estudiantes.

En nuestras escuelas, el bullying sigue siendo una realidad dolorosa. Y aunque solemos asociarlo con burlas o agresiones directas, muchas veces se manifiesta de formas más silenciosas: exclusión, indiferencia, falta de acompañamiento.

Cuando un niño es marginado, ignorado o tratado como si no perteneciera, el riesgo no sólo es emocional. La falta de integración y de atención puede convertirse en un factor de peligro en cualquier actividad escolar, especialmente en aquellas que requieren supervisión estricta, como un paseo.

La legislación dominicana es clara al respecto. El Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes (Ley 136-03) establece que todos los menores tienen derecho a la dignidad, a la integridad física y emocional, y a un trato respetuoso.

Aunque la ley no menciona la palabra bullying, sí prohíbe expresamente la violencia física, la violencia psicológica, la intimidación, la discriminación y cualquier trato degradante. Además, impone a las escuelas la obligación de garantizar un ambiente seguro, intervenir ante situaciones de riesgo y actuar con diligencia para proteger a cada estudiante. Es decir, el acoso escolar y la negligencia no son sólo fallas éticas: son violaciones de derechos.

A esto se suma que tanto las autoridades educativas como las autoridades jurídicas tienen responsabilidades preventivas claramente definidas. El Ministerio de Educación está obligado a implementar políticas de convivencia escolar, protocolos de actuación ante situaciones de violencia, capacitación docente en detección temprana y mecanismos de supervisión en actividades extracurriculares. La prevención no es un gesto voluntario: es una obligación institucional.

Por su parte, las autoridades jurídicas —a través del Ministerio Público de Niños, Niñas y Adolescentes— deben garantizar que cualquier señal de vulneración sea investigada, que existan medidas de protección oportunas y que las escuelas cumplan con los estándares mínimos de seguridad establecidos por la ley. La prevención, en este sentido, es un mandato compartido entre el sistema educativo y el sistema de justicia.

El caso de Stephora nos obliga a preguntarnos si estos principios legales y preventivos se cumplieron. ¿Estaba acompañada? ¿Se sintió parte del grupo? ¿Hubo adultos atentos a su bienestar? ¿Existían protocolos claros y se aplicaron? Estas preguntas no buscan señalar culpables individuales, sino evidenciar una falla sistémica que no podemos seguir normalizando. La Ley 136 03 exige supervisión adecuada, protección activa y responsabilidad institucional. Cuando una escuela no garantiza estas condiciones, incumple su deber legal y moral.

La investigación sobre bullying, como señala la experta Rosario Ortega Ruiz, muestra que el acoso multicultural y la exclusión por origen o diferencia están en aumento. En un país donde cada vez más niños provienen de familias migrantes o de contextos diversos, ignorar esta realidad es irresponsable. La escuela debe ser un espacio seguro, no un escenario donde la vulnerabilidad se profundiza.

Muchos opinan que la solución está en sancionar a quienes molestan o excluyen a otros. Otros proponen actividades de integración, como las que han realizado en algunos colegios, donde los estudiantes intercambian favores o trabajan en equipo para conocerse mejor.

Ambas medidas son necesarias, pero insuficientes si no existe una cultura institucional de cuidado, vigilancia activa y cumplimiento de la ley.

También hay quienes sostienen que casos como este deben tratarse desde la vía legal. Y aunque la justicia tiene un rol importante, no podemos esperar a que una tragedia ocurra para actuar. La prevención es la herramienta más poderosa que tenemos, y la Ley 136-03 lo deja claro: proteger a los niños no es opcional, es un mandato.

Pero cuando ese mandato se incumple, debe existir un régimen de consecuencias real y efectivo. No basta con lamentar la pérdida ni con prometer cambios. Las instituciones educativas deben responder por sus omisiones; los adultos responsables deben rendir cuentas; y el Estado debe garantizar que la negligencia no quede impune. La protección de la niñez no puede depender de la buena voluntad: debe estar respaldada por acciones firmes, sanciones claras y mecanismos que aseguren que cada escuela cumpla con su deber. La Ley 136-03 contempla medidas administrativas, civiles y penales para quienes vulneren los derechos de los menores, y este es precisamente el tipo de caso que exige que esas disposiciones se apliquen con rigor.

La muerte de Stephora no debe convertirse en un titular más que se olvida con el tiempo. Debe ser un punto de inflexión.

Las escuelas necesitan protocolos claros, personal capacitado, supervisión real y una cultura que valore la vida y la dignidad de cada niño. No podemos permitir que la negligencia, la indiferencia o la falta de integración sigan cobrando vidas o dejando heridas profundas.

Stephora tenía once años. Tenía sueños, tenía futuro. Y la sociedad —toda— le falló. Honrar su memoria significa cambiar lo que haya que cambiar para que ninguna otra familia viva un dolor semejante. La escuela debe ser un lugar donde los niños crezcan, no donde se pierdan.

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