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Cuando el mérito se vuelve invisible

He estado reflexionando sobre aspectos que tienen que ver con el comportamiento humano.
Hay personas que prefieren ser validadas con un reconocimiento público y de respeto, en vez de que les concedan premios materiales o metálicos, por sus condiciones de cumplimiento del deber, calidad en sus prácticas, apego a las normas, cumplimiento de las reglas o por cualquier otra cosa.

A ese tipo de personas, les duele más cuando le lastiman su ego, su orgullo personal que, si las despojaran de bienes materiales.

Son personas cuya brújula interna está orientada hacia el deber, la excelencia, la coherencia ética, para las cuales el reconocimiento no es un lujo, sino más bien una forma de validación existencial.

Se ha dicho que el reconocimiento no es solo un deseo, sino una necesidad social intrínseca, cuya ausencia puede producir una forma de sufrimiento moral que pisotea la autoestima y el sentido de pertenencia.

Recientemente, fui testigo de una escena discreta, pero elocuente, en la que personas, conocidas por su entrega, su rigor ético y su sentido del deber, con todo lo que hacen, comenzaron a retirarse emocionalmente de un espacio al que por mucho tiempo se sentían permanecer y al que defendían con todas las fuerzas de su ser.

En ese episodio, no hubo reclamos ni rupturas visibles, solo un silencio que hablaba del dolor de sentirse invisibles, de que su compromiso no fuera reconocido en su justa dimensión moral.
Lo que ocurrió con estas personas no fue una simple diferencia de opiniones ni cambios bruscos de actuaciones. Fue una fractura silenciosa en el tejido invisible que sostiene el compromiso, que no es más que el reconocimiento.

Ellas han sido, durante años, ejemplos de rigor, respeto y entrega y quienes las conocen saben que no acostumbran a buscar aplausos ni recompensas materiales.

Lo que las sostiene es la certeza de que su trabajo tiene sentido, que su presencia dignifica el espacio que habitan, por lo que cuando el entorno deja de mirar con respeto, sienten, con justificada razón, que algo se derrumba.
En el contexto dominicano, donde tantas veces el mérito se diluye entre favoritismos y silencios institucionales, con una cultura que solo premia lo tangible, el reconocimiento ético se vuelve un acto de resistencia.
En el servicio público, por ejemplo, la cultura organizacional suele estar marcada por tensiones entre el discurso institucional y la vivencia cotidiana, porque se promueven valores como el compromiso, la veracidad y la pluralidad, pero en la práctica, el reconocimiento ético muchas veces se diluye entre jerarquías rígidas, favoritismos y silencios administrativos.
El Día Nacional del Servidor Público, que aquí en República Dominicana es cada 25 de enero, busca honrar la dedicación de quienes trabajan por el bien común. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando esa dedicación no se traduce en valoración para quienes conforman la organización o aún para quienes actúan en torno a ella como grupos de interés?
En el país existe un evidente reflejo de que prevalece una cultura que aún lucha por integrar el respeto como práctica y no solo como valor declarado.

Como señala un informe sobre clima organizacional del Instituto Dominicano de Evaluación e Investigación de la Calidad Educativa, realizado el pasado año 2024, “mejorar el ambiente laboral implica transformar no sólo estructuras, sino también actitudes y conductas. Y en ese proceso, el reconocimiento ético no es un detalle, es el cimiento de la pertenencia”.

Hannah Arendt (1906-1975) estableció que “la condición humana no se define solo por lo que hacemos, sino por el espacio simbólico que habitamos al hacerlo”. En el servicio público, ese espacio debería ser uno de dignidad compartida, donde el trabajo no se mida solo por resultados, como ocurre ahora, con lo que se desconoce el sentido que genera y las emociones humanas que involucra.

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