En un Estado mínimamente funcional las instituciones operan, en términos generales, de manera armónica, afinada, en una suerte de partitura virtuosa en la que cada quien asume su rol, evitando colisionar con el otro, pero sin aspirar a constituirse en un dechado de perfección.
Sin ánimo de articular una hipérbole, la República Dominicana está asentada en un sistema institucionalmente caótico, compuesto por leyes, decretos, normas, reglamentos, resoluciones y ordenanzas que se entrecruzan, se contradicen y hasta crean sobrerregulaciones.
No hay dudas de que esta maraña legal –que ojalá alguna vez sea auditada para buscarle un bajadero- causa sobrecostos, pérdida de tiempo, de competitividad y convierte al Estado en un paquidermo echado que impide el flujo de decisiones oficiales y de políticas públicas.
Es en ese contexto que algunos funcionarios suplen la impotencia y la capacidad de actuación yugulada por el propio sistema con la suscripción de acuerdos interinstitucionales que. en ocasiones. son la más clara expresión de vagancia y de falta de una agenda consistente.
Pudiera existir buena intención en algunos –más allá de aprovechar la ocasión para justificar una nota de prensa y un par de fotos posadas- en estos acuerdos que florecen cuando se aproxima agosto, pero aquí la apuesta debe ser por una reforma profunda del Estado, incluyendo un cambio cultural en el servicio público, que empiece por cumplir la ley, jugar el papel que le corresponde a cada quien, sin tener que andar tirando patadas voladoras que llevan a un solo camino: el allante.