Cuando en el ámbito público las discrepancias son tratadas como oposiciones absolutas, negándonos a tomar en cuenta o por lo menos a atender las razones del otro, a darle tiempo a las cosas, estamos conduciendo las controversias a oposiciones extremas.
Eso suele suceder cuando en cualquier diferendo público alguna postura se fundamenta en absolutos morales, percibiendo al contradictor como si su punto de vista constituyera una amenaza radical a nuestra existencia o a valores sin los cuales no concebimos que valga la pena vivir.
La mayoría de la gente suele ser más pragmática. “Puedo vivir con eso”, es la actitud con la que muchos de nosotros -diría que una mayoría- acomodamos nuestra subjetividad ante el contraste con situaciones o hechos que en principio podrían habernos alarmado. Esto sucede porque en realidad los valores trascendentes a los que nos apegamos constituyen un ideal.
Pero en el trajinar de resolver cada día las situaciones más perentorias, tenemos que encontrar el modo de seguir avanzando, de no detenernos, porque lo que urge es lo cotidiano.
En el debate público conviene tener presentes esas condiciones y actitudes mediadoras que parecen ser la tendencia predominante en las sociedades. La gente suele guiarse por una psicología más transaccional y práctica.
La mayoría de los conflictos no son sustanciales, sino instrumentales: se participa en ellos porque algún malestar nos mueve, pero lo que buscamos es obtener algún nivel de satisfacción con respecto a algo que no siempre es lo que se enarbola en el conflicto.
No acentuemos la confrontación entre valores o posiciones absolutas: no es una buena estrategia en el manejo de la conflictualidad social, porque conduce a posturas extremas y éstas generalmente provocan un estado de ánimo social dominado por la crispación, la exaltación del ánimo, que no conduce a soluciones, sino que multiplica y profundiza los conflictos.