Vivimos bajo el mismo techo. Y nos queremos como siempre; es decir, muchísimo. Pero jamás mi marido y yo hemos estado tan alejados el uno del otro como lo estamos ahora.
La culpa la tiene el maldito coronavirus.
Carlos, mi marido, tiene covid-19. Al menos, eso es lo que le han diagnosticado en el teléfono habilitado por las autoridades sanitarias españolas para atender a quienes muestran síntomas de contagio.
Cuando el pasado martes (24 de marzo) llamó a ese número y le comentó a la médica que lo atendió que tenía tos, que se sentía cansado, con dolor muscular y, sobre todo, que había perdido completamente el sentido del gusto y del olfato, el diagnóstico fue rotundo: «Tiene usted síntomas propios del coronavirus».
Y eso que, hasta ahora, Carlos no ha tenido fiebre ni problemas de insuficiencia respiratoria. Cada tres horas se pone el termómetro, tal y como le indicó la doctora, pero por fortuna siempre tiene una temperatura normal. Y cruzo los dedos para que siga así.
Aislado tras una puerta
Desde el momento del terrible diagnóstico, y siguiendo las recomendaciones de la médica, Carlos permanece aislado, encerrado en completa soledad, en una habitación de nuestra casa.
Mi hijo Manuel y yo no podemos tener contacto con él, para tratar de evitar que nos transmita el virus. Y ese encierro tiene que durar 15 largos días con sus noches…
Por suerte, nuestra casa en el centro de Madrid es amplia. Así que Carlos no solo dispone de una habitación para él solo: también le hemos dejado uno de los dos baños con que cuenta nuestra vivienda para su uso exclusivo.
Otras muchas familias en Madrid (la ciudad donde ahora mismo más rápido avanza el covid-19) tienen que convivir con contagiados en un espacio mucho más reducido del que nosotros disponemos, así que no nos podemos quejar.
«¿Qué tal, cómo te encuentras?», le pregunto cada mañana, siempre a través de esa puerta cerrada que nos separa como un muro altísimo.
La misma puerta a cuyos pies le dejo a diario sobre una bandeja el desayuno, la comida y la cena, como si fuera un preso al que se le hace llegar una escudilla de alimento. Él la devuelve al mismo sitio cuando termina de comer y cierra inmediatamente la puerta.
«Jo, pobrecillo. Está enfermo y no le podemos cuidar, es como un apestado, le tenemos preso en nuestra propia casa», le compadece Manuel, de 14 años.
Desinfectar todo lo que toca
Carlos come en su propio plato, con sus propios cubiertos, bebe en su propio vaso… Hemos destinado algunas piezas de vajilla a su uso exclusivo.
Y, después de cada comida, me enfundo los guantes para retirar su bandeja y lavo cuidadosamente todos esos utensilios con lejía y agua caliente, como recomiendan las autoridades de Madrid que hagamos.
Solo un par de veces al día veo con mis propios ojos a mi marido. Siempre fugazmente, siempre manteniendo entre nosotros una separación de al menos dos metros de distancia que a mí, sin embargo, se me antoja kilométrica.
Lo veo un instante por la mañana cuando, con una mascarilla cubriéndome la boca y la nariz y las manos enfundadas en unos guantes, entro en su habitación para limpiarla. Él, cubierto también con mascarilla y guantes, aprovecha entonces para ir al cuarto de baño y asearse.
Mientras Carlos está bajo la ducha, yo desinfecto cuidadosamente con un paño empapado en lejía las superficies de su habitación: el picaporte de la puerta, los interruptores de la luz, la mesa en la que tiene la computadora, el teclado de la misma, su teléfono móvil…
Friego a conciencia el suelo con agua caliente y un buen chorro de lejía. Y me llevo la bolsa, con cierre hermético, en la que tira los pañuelos desechables y las servilletas de papel que utiliza.
También saco la bolsa en la que echa su ropa sucia. Genera bastante, porque cada día hay que cambiarle las toallas y lavar toda su ropa.
Por seguridad, la bolsa con su basura la meto dentro de otra bolsa de basura y la deposito en el cubo de nuestro edificio (tarea para la que me pongo otros guantes). La ropa sucia de Carlos la pongo en la lavadora, sin mezclarla con la de Manuel ni la mía, y la lavo a al menos 60º.
Cuando Carlos vuelve a su habitación, yo entro disparada en su cuarto de baño y -siempre armada con la mascarilla y los guantes- limpio frenéticamente con lejía el lavabo, el inodoro, la mampara de la ducha, la puerta, los interruptores… Todo lo que encuentro a mi paso.
«Confinamiento dentro del confinamiento»
Mi marido afronta esta situación con bastante resignación.
«Llevo ya cuatro días encerrado en una habitación. Y tendré que estar 15 días en total tras haberme diagnosticado que tengo ‘el bicho'», como se refiere él con humor al coronavirus.
«Sé que no es nada especial: desde que hace dos semanas el gobierno declaró el estado de alarma, todos los españoles menos los que realizan servicios esenciales tienen que permanecer confinados en sus casas. Esto es solo un pasito más, el confinamiento en una habitación dentro del confinamiento en casa», se consuela.
Yo no doy abasto: que si hay que cocinar, limpiar, desinfectar, poner lavadoras, tender la ropa, ventilar las habitaciones, escribir artículos…
Lo bueno es que toda esa actividad frenética me mantiene ocupada y me impide pensar. Carlos es todo lo contrario: no tiene nada que hacer y mucho tiempo para darle vueltas a la cabeza.
«La verdad es que es un poco aburrido, pero mantengo algunas rutinas: me levanto a la misma hora que si tuviera que ir a trabajar, me ducho, me afeito y me visto como si fuera a salir a la calle. Nada de estar todo el día en pijama. Pero los días pasan despacio; hay que rellenar el tiempo, y aunque no estoy trabajando porque estoy de baja, sí leo los correos del trabajo y estoy en contacto por teléfono o videoconferencia con mis compañeros», cuenta.
Cada vez que oigo que tose, cuando siento un carraspeo salir de su habitación, entro en pánico. «¿Estás bien?», le escribo por WhatsApp. «Sí, tranquila», me ha respondido siempre hasta ahora.
Una de las obsesiones de Carlos es recuperar el olfato y el gusto. «No le estoy echando azúcar al café del desayuno, y una de las esperanzas que tengo cada mañana es probarlo y que no me guste… Pero de momento, no noto nada. Intento oler el jabón al ducharme, la lejía con la que Irene friega el suelo de la habitación… Pero por ahora nada».
«Voy a ganar»
Carlos tiene computadora en su habitación, una tablet y su teléfono móvil. Pero se niega a leer noticias sobre el coronavirus.
«En la práctica he dejado de leer los periódicos, porque ahora mismo todo lo que llevan tiene relación con el coronavirus. Prefiero no saber cuántos nuevos contagiados ha habido ni cuánta gente ha muerto en las últimas 24 horas».
Lo que no puede es olvidar lo que ya sabía antes de su encierro sobre el elevadísimo número de fallecidos que se está cobrando esta pandemia en España.
«La verdad es que la primera noche casi no dormí. Es verdad que me siento bastante bien, he tenido resacas peores. Pero sí me da un poco de miedo lo que he leído de empeoramientos repentinos, gente a la que han dado de alta y ha muerto a las pocas horas… Pero sé que eso no va conmigo, voy a ganar», me manda en un mensaje de correo electrónico.
Confieso en que hay días que, agotada, me siento tentada de tirar la toalla.
«Esto es absurdo, Carlos, hemos estado dándonos besos hasta el minuto antes de que te diagnosticaran el coronavirus. Si tú lo tienes seguro que yo también lo tengo», le digo.
Pero él se niega en redondo a poner fin a su encierro, no hay manera de convencerlo. «No», responde tajante. «Mejor así, por si acaso. Si tú y Manuel no estás infectados con el covid-19, con estas medidas evitaremos que lo estéis».
Afortunadamente Carlos toca el piano y tiene un teclado en la habitación que puede tocar a cualquier hora (con auriculares, claro), y esa es la ocupación a la que más tiempo le está dedicando estos días.
«Reconozco que en esta situación es una suerte tener un hobby como este, que te permite desconectar y dejar de dar vueltas al coronavirus», cuenta.
El segundo momento en el que cada día veo a Carlos es a las 20:00 horas (19:00 GMT). A esa hora, la inmensa mayoría de los españoles nos abalanzamos a nuestras ventanas y balcones para aplaudir durante un minuto a nuestros equipos sanitarios por la titánica tarea que están haciendo para salvar vidas a pesar de los pocos medios de los que disponen.
Mi hijo y yo salimos a aplaudir al balcón del salón y, unos siete metros más allá, ahí está Carlos, aplaudiendo desde el balcón de su habitación.
No lleva mascarilla, yo tampoco. Y nos podemos sonreír.
Es, sin duda, el mejor momento del día.
*Fuente: BBC