
Hace cerca de década y media fui docente en los programas de formación de aspirantes a fiscalizadores en la Escuela Nacional del Ministerio Público (ENMP). Me correspondía tratar el tema de los principios fundamentales del proceso penal y su relación con los derechos fundamentales.
Les decía entonces a los aspirantes que, en lo que concierne a los procesos penales, uno de los principales peligros para un Estado de derecho es la tendencia de los actores del sistema -y de la sociedad en general- de ignorar cuando el órgano persecutor toma atajos que violan el debido proceso bajo el argumento de que se persigue un supuesto bien superior.
Por un lado, esto hace a la sociedad más tolerante frente al abuso, y por otro -cuando son los tribunales los que aceptan las malas prácticas- se va construyendo un cuerpo jurisprudencial que diluye las garantías que la Constitución y las leyes establecen.
Después de todo, los sistemas de justicia validan esos procederes en casos en los que el delito (o el imputado) son ofensivos o despiertan antipatía, pero esto establece un precedente que luego nos es aplicado a todos.
Cada vez que, por el disgusto que nos produce un imputado, aceptamos que se le violenten sus derechos o vemos bien que se presione a los jueces que conocen su caso, estamos colaborando con la erosión del Estado de derecho y poniéndonos en peligro nosotros mismos.
Y es que el populismo penal es un monstruo de apetitos insaciables, que necesita una cuota permanente de víctimas. Tarde o temprano terminará tocando nuestras puertas.
Y sobre todo lo hará si continuamos la práctica de creer que las leyes y los precedentes son sólo para aplicarlos al otro, que los jueces sólo deben estar libres de presiones públicas cuando nos juzgan a nosotros y que ser objeto de arbitrariedades es algo que sólo toca a los demás.
Los sistemas de justicia no hacen distinción de quién puede ser sometido a ellos, y sólo hace falta un persecutor arbitrario para que cualquier persona deba encararse a un proceso penal aún sin haber cometido una falta.
Es por ello por lo que debemos tener cuidado, nos jugamos mucho. Cada vez que aplaudimos una arbitrariedad (contra jueces o imputados, da igual) ayudamos a colocar un ladrillo más en el paredón frente al cual es posible que algún día nos inviten a desfilar.