
La teoría parece sencilla: poner en marcha programas efectivos de prevención para interrumpir la transmisión y así erradicar la enfermedad. La práctica es una historia completamente distinta.
Cuando en 1986 iniciamos la campaña de erradicación del gusano de Guinea, este parásito afectaba a unas 3,5 millones de personas en 21 países de África y Asia. Hoy en día hemos reducido la enfermedad a 148 casos en cuatro países africanos.
No ha sido fácil, pues para esta infección no hay medicamentos ni vacunas. La prevención es la única forma de evitar la transmisión.
El gusano de Guinea se transmite al tomar agua contaminada con pulgas de agua portadoras de la larva. Una vez que se ingieren las larvas (machos y hembras), estas se acoplan luego de 60-90 días de la infección, lo cual permite al gusano hembra ya inseminada continuar creciendo y gravitar hacia las piernas.
Es por allí -a través de la piel- donde buscan una salida unos 10-14 meses después de la infección. Se trata de un proceso muy doloroso que puede durar semanas.
El único propósito del gusano es asomarse a través de la piel y dejar salir las larvas al agua. Así otras pulgas de agua las toman y a los 10 o 14 días -que dura el período de incubación en estos diminutos crustáceos – ya están listas para contagiar a alguien.
Estos gusanos de un metro de largo, son en esencia un útero con cientos de miles de larvas dentro.
La herida que dejan al abrir la piel desde dentro es foco inmediato de infección de otras bacterias, lo que alarga el proceso de curación -e incapacidad- además de ocasionar abscesos que necesitan de la atención de cirujanos y de tratamientos con antibióticos en regiones donde no hay hospitales, médicos ni medicinas.
Incapacidad
