Cuando Mao Zedong llegó al poder en 1949, China estaba sumida en la pobreza y devastada por la guerra.
Hoy, cuando se cumplen 75 años del triunfo de los comunistas, el país es radicalmente diferente: es una potencia mundial de primer orden y aspira a convertirse en la primera economía del globo.
Pero su «milagro económico», único en la historia, no se debió al «Gran Timonel», sino a una campaña impulsada por otro líder comunista, Deng Xiaoping.
Se llamó «Reforma y apertura» y logró sacar a 740 millones de personas de la pobreza, según cifras oficiales.
Bajo la idea de un «socialismo con características chinas», Deng rompió con lo establecido e impulsó una serie de reformas económicas, centradas en la agricultura, la liberalización del sector privado, la modernización de la industria y la apertura de China al comercio exterior.
Un país pobre
El cambio comenzó en 1978.
Entonces, China era muy diferente a la nación cuya economía hoy suele compararse a la de Estados Unidos o la Unión Europea.
Era un país empobrecido, con un Producto Interno Bruto (PIB) de US$150.000 millones para sus más de 800 millones de ciudadanos, muy por debajo de los US$18 billones que tuvo en 2022, según cifras de la ONU.
El fundador de la República Popular China, Mao Zedong, había fallecido dos años antes, en 1976, dejando un controvertido legado.
Entre sus grandes proyectos se encuentran el Gran Salto Adelante (1958-1962), cuyo objetivo era transformar la economía agraria del país, que provocó una hambruna por la que murieron al menos 10 millones de personas (hasta 45 millones, según fuentes independientes).
También, la Revolución Cultural (1966-1976), la campaña de Mao contra los partidarios del «capitalismo», que dejó entre centenares de miles y varios millones de fallecidos, según diversas fuentes, y paralizó la economía.
Fue en esa situación de pobreza y hambre cuando Deng Xiaoping, entonces el secretario general del gobernante Partido Comunista de China (PCCh), propuso un cambio.
Nueva fórmula
Deng apostó por las llamadas «cuatro modernizaciones» y por evolucionar hacia una economía en la que el mercado tuviera un protagonismo creciente.
Su programa fue ratificado el 18 de diciembre de 1978 por parte del Comité Central del PCCh y en él se situó la modernización económica como principal prioridad.
En los años posteriores, se fueron poniendo en práctica cambios que entonces se consideraron ambiciosos y que salieron adelante pese a la oposición del ala más conservadora del partido.
En el sector agrícola, por ejemplo, se abandonó progresivamente el sistema maoísta de economía rural planificada, lo que permitió incrementar la productividad y sacar a zonas del país de la pobreza, fomentando la migración de mano de obra hacia las ciudades.
También se aflojaron «las cadenas» del sector privado y, por primera vez desde la creación de la República Popular en 1949, el país se abrió a la inversión extranjera.
Se crearon zonas económicas especiales, como la de la ciudad de Shenzhen, que sufrió una increíble transformación y hoy en día suele describirse como el «Silicon Valley chino».
Esa apertura al exterior contribuyó a aumentar la capacidad productiva de China y nuevos métodos de gestión.
Sus cambios llevaron a que, tras un largo proceso, China consiguiera entrar a la Organización Mundial del Comercio en 2001, lo que le abrió definitivamente las puertas a la globalización, que tanto ayudó a su auge económico.
Y es que, en 2008, cuando la crisis financiera mundial estalló y Occidente emprendió la búsqueda de nuevos mercados, China destacó entre todos ellos, lo que le llevó a convertirse en la «fábrica del mundo».
Tras su boom económico, no obstante, Pekín lucha ahora para desprenderse de ese nombre: dejar atrás la manufactura y ser un país caracterizado por la innovación.
Varios factores indican que que ya lo está haciendo.
Según MDS Transmodal, una consultora de economía del transporte, Malasia y Bangladesh han absorbido una gran proporción de la fabricación de prendas de vestir que hace 15 años eran hechas en China, mientras que Taiwán ha experimentado un repunte marginal en la fabricación de metales.
Vietnam también le ha quitado una buena parte del comercio manufacturero, después de que en 2014 el país comenzó a invertir en ese sector y el marítimo.
¿Y el cambio político?
Pese al éxito económico, las reformas también trajeron consecuencias negativas para el país, como una grave contaminación del aire en la mayoría de sus ciudades o una gran desigualdad.
Lo primero ha dejado de ser un problema en muchas ciudades. El país redujo la cantidad de partículas dañinas en el aire un 40% entre 2013 y 2020, según un informe del Instituto de Política Energética (EPIC) de la Universidad de Chicago.
Por su parte, varias fuentes indican que la desigualdad, que alcanzó su nivel más alto en la década de 2000, sufrió una disminución significativa durante la década pasada.
Pero pese a los muchos cambios, algo que persiste es un sistema político que es criticado con frecuencia en varias partes del mundo.
Y es que las últimas décadas no han traído ningún cambio al rígido sistema de gobierno de un solo partido en el país.
Los críticos denuncian que la «represión» de los derechos humanos va en aumento y que el actual presidente, Xi Jinping, está coartando cada vez más libertades de la población, mientras acumula más poder.
En el 74 aniversario de la fundación de la República en septiembre del año pasado, Xi aseguró que el futuro de China es «brillante» y resaltó cómo el país ha pasado de la pobreza a la prosperidad «en todos los aspectos».
El discurso fue pronunciado desde el Gran Palacio del Pueblo de Tiananmen, la plaza pequinesa donde el Ejército acabó a la fuerza con las manifestaciones a favor de reformas políticas dejando un número aún indeterminado de muertes.
Ese oscuro capítulo de la historia reciente de China sigue siendo un tabú para los chinos, como cualquier crítica sobre el sistema político.