El P. José Luís Alemán sj (1928-2007) en dos ocasiones que recuerdo claramente me insistió que toda reflexión humanística o análisis de ciencias sociales debe basarse en una antropología realista. Evitar idealizar nuestra percepción de lo que es genéricamente la especie humana y entenderlos como portadores de vicios y virtudes, propulsores de grandes empresas criminales o heroicas acciones filantrópicas. Incluso integrar en nuestro cálculo la capacidad de “conversión” de toda persona de una postura a otra, sea, de manera muy simple, de santo a villano, o de corrupto a honrado.
Esta perspectiva de mi amigo jesuita fallecido hace once años en este mes de diciembre es comprensible cuando estudiamos en filosofía la fundamentación de la teoría social de los pensadores modernos. Es evidente que los seres humanos no somos, ni perfectamente egoístas, como afirmaba Thomas Hobbes, ni absolutamente generosos como suponía John Locke. Generalizar perfiles puros en los individuos comunes y corrientes, que es la mayoría -aunque puede ser útil en una telenovela barata- no se ajusta a lo que vivimos cotidianamente. Hay egoísmo y generosidad en toda persona. Incluso en el Evangelio se afirma “..pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos”.
Curiosamente ambas pulsiones contribuyen de diversos modos al objetivo de crear una sociedad mejor, siempre que se organice la comunidad para que ambas fuerzas contribuyan a la prosperidad y equidad. Una actividad como el comercio, que poco o nada de altruismo tiene, bien regulada por el Estado puede servir para que la codicia del comerciante sirva al fin supremo del bienestar colectivo.
Ambos factores, la codicia y la generosidad, impulsan la acción de todo individuo en sociedad, ambos buscan garantizar la supervivencia individual. Son dos fuerzas complementarias en la evolución de la especie humana. En una situación donde la desigualdad social, que es un hecho en toda sociedad humana conocida, es muy marcada, la tendencia a la codicia, a la explotación de los demás seres humanos como forma de garantizar la supervivencia individual, se manifiesta en muchas expresiones, desde la formas ideológicas y religiosas como mecanismos de justificación, hasta la violencia expresa, como lo fue en las estructuras esclavistas antiguas y modernas.
En situaciones donde la desigualdad es atenuada y los individuos están convencidos en defender sus derechos, la solidaridad se manifiesta como mecanismo para evitar la violencia y garantizar que todos tengan aseguradas sus vidas y sus bienes. Ya Aristóteles hace más de dos milenios señalaba que solo es posible la democracia en sociedades donde la clase media fuera mayoritaria.
El Estado, que surgió en la historia de la humanidad como herramienta de violencia al servicio de una minoría dueña de los medios de producción, hoy es demandada socialmente para que garantice las libertades y el estado de bienestar equitativo de todos. Puede ser una ilusión de muchos que la naturaleza del aparato estatal cambiara hacia funciones más benignas, pero también es cierto que la racionalidad y la necesidad de estabilidad impulsan a un orden económico y social más transparentes y que permita la distribución de la riqueza para evitar el caos y la disolución social.
Gracias a autores como Max Weber se postuló al inicio del siglo XX que existían dos mecanismos para organizar la sociedad: la moralidad y las leyes. Las dos ayudan a organizar la sociedad. A mayor moralidad menos leyes serán necesarias, a menor moralidad más leyes se imponen para ordenar la relación entre los seres humanos, para controlar la codicia y promover la generosidad.