El Ministerio Público se ha involucrado, desde el más alto nivel, en los esfuerzos para poner freno al desprecio por la vida, la integridad física y sicológica de las personas que utilizan el denominado “ácido del diablo” con el fin de causar daño físico o desfigurar a las víctimas de sus ataques.
Recientemente hemos visto esfuerzos regulatorios que incluyen la incautación de sustancias utilizadas en la composición de estos preparados, pero esto no es nuevo, lo que autoriza a pensar que es poco efectivo o las administraciones mantienen la atención mientras enfrentan la ola viva
Una muestra, Yocairi Amarante Rodríguez, atacada en la Capital hace ahora un año con este preparado corrosivo, ha vivido un calvario que incluye el hospital por las consecuencias físicas y los efectos invisibles, y los tribunales, en los que se confronta con sus atacantes.
Otra muestra, Yanelis Arias, una joven que recientemente había regresado al país y murió a principio de este mes como consecuencia de un ataque con el referido ácido en Conuco, Salcedo, en agosto pasado.
Estos dos casos, por recientes, todavía laceran la conciencia, pero en poco tiempo quedarán enterrados bajo el peso otros más recientes. Y en uno o dos años tal vez pasan a ser una estadística en los informes de organizaciones de apoyo a las víctimas o de las memorias de violencia contra las mujeres.
Ahora la procuradora general de la República, Miriam Germán Brito, ha instruido a los fiscales para que traten ataques de este tipo bajo la calificación jurídica de actos de tortura o barbarie y que soliciten, cada vez, la pena máxima aplicable.
En este, como en todo comportamiento capaz de aterrorizar y dejar lesiones se necesita, no solo del concierto de las voluntades, sino de la indeclinable disposición de hacer prevalecer la civilización sobre la barbarie.
La integridad y la libertad de elección que se le supone a cada quien, deben ser garantizadas a todo trance y si para ello es necesario el endurecimiento de las penas, bienvenida sea.