Una librería forma parte del patrimonio tangible y material de la memoria histórica de una nación. Puede ser un hogar o un café.
Una librería o una biblioteca podrían constituir un universo, crear un mundo de palabras, textos y sueños; es, a la postre, un consuelo en medio del erial de la trivialización de la cultura.
Algunas se vuelven mitos y míticas en una ciudad; otras motivan al turismo. Son entes vivos que nacen, crecen y mueren, dejando nostalgias y sueños truncos y quebrados.
Las librerías alimentan las bibliotecas: las nutren y revitalizan. De ahí su valor sentimental e histórico en la memoria de una ciudad y de un país, pues son partes constitutivas de la memoria ciudadana y del ecosistema urbano.
Las transformaciones tecnológicas, que tienen también su manifestación en la era digital de la lectura, representan un progreso, pero ese progreso, que es un salto tecnológico, también tiene su riesgos y su trampa.
No hay duda de que ha habido un avance en los campos de la técnica, la ciencia y la tecnología de la comunicación y la información.
Pero también es no menos cierto que ese progreso, en muchos órdenes de la vida cultural, social y humana, ha sido improductivo.
Ya lo dijo el iluminado Walter Benjamín: “En todo acto de civilización hay un acto de barbarie”. O como diría Eduardo Galeano: “El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes”.
Siempre he procurado, por pura convicción personal y estímulo paternal, suplir mis vacíos intelectuales, estudiando, leyendo y viajando para visitar museos, librerías, monumentos arquitectónicos y bibliotecas, así como asistiendo a conferencias, talleres literarios, congresos, charlas, presentaciones de libros y seminarios.
Todo esto para ampliar mi visión del mundo, enseñorearme del contexto epocal y crecer espiritual, intelectual y estéticamente, y así enriquecer mis apetitos de conocimientos, sed de fantasía y afán imaginativo.
Pero ahora resulta, sin embargo, que todo se ha relativizado, que somos igualmente cultos los que leemos y los que no leemos, los que creamos una biblioteca personal y los que no la tienen, los que solo oyen música, van a conciertos de música y ven películas.
Ahora, por puro esnobismo, en un hecho que no es casual ni aislado -en el que son cómplices tantos artistas como escritores-, a los que compramos libros, se nos “toma el pelo”, manipulando nuestros gustos, aficiones y pasión libresca, una cohorte de bufones, incautos, irreverentes y esnobistas, que nunca amaron los libros y que ahora celebran la posibilidad de leer en internet y poseer una biblioteca virtual de miles de libros, que nunca tuvieron físicamente.
Tienen miles de libros digitales que no leerán y miles de canciones que no escucharán, pues tampoco habrá tiempo, como tampoco lo hay para la lectura, ya que de lo que se trata es de la existencia de una crisis del tiempo del ocio. Cotidianamente, me encuentro con amigos que me dicen que solo leen en la red, que deje de comprar libros.
Les digo que entonces solo tienen menos de diez años leyendo, porque esta moda de leer en la pantalla es reciente. ¿Dónde leían antes?
¿Leían en bibliotecas? Confieso que este fenómeno social me conturba, pues es constitutivo del vivir cotidiano del entorno, y que forma parte del espíritu de la época del nuevo siglo que nos ha tocado vivir –y padecer; pero también, me consuela el hecho de que esta ola podría ser efímera, que perezca como todas las modas –como está ocurriendo con las tabletas- y que pase sin dejar huellas, producto de su propia banalidad, y que lo permanente, como siempre, retorne y lo reemplace, ya sea de manera negativa o positiva.
Tal y como van transcurriendo los procesos sociales, me aterra cada vez más el futuro, y por eso me refugio en el pasado eterno y el presente instantáneo.