Hace algunos meses me sometí a la operación de cataratas y ahora veo perfectamente sin necesidad de usar lentes.
Recuerdo que cuando llevaba lentes se me rompían a menudo al sentarme inadvertidamente sobre ellos.
Una de esas veces, cuando fui a la óptica para mandar a hacer unos lentes nuevos, la joven que me atendió me preguntó si me quería examinar la vista, para determinar el grado de aumento o de corrección requerido en mi caso. Desde luego, le contesté que sí, que quería el examen.
¿Cuándo fue la última vez que visitó al oculista?, me preguntó la gentil señorita. Aunque, pensándolo bien prosiguió sin darme tiempo a responderle-, no importa, porque después de cierta edad ya no se producen cambios en la visión.
Me dejó pensativo. Cuando volví en mí, le pregunté tímidamente: ¿Y qué es cierta edad, señorita?
Bueno cincuenta, sesenta por ahí.
Llenando la ficha, un poco después, la joven me preguntó mi edad. Aunque no soy de los que se preocupan por los años, no puedo negar que lo de cierta edad me hizo sentir por un momento como formando parte de otro equipo, y sólo atiné a decirle, precisamente: Tengo cierta edad.
Ya en la calle, me reí conmigo mismo. ¿Cómo me dejé afectar por la frasecita esa? Recordé entonces, para consolarme, aquella anécdota de los jóvenes alumnos que se mofaban de su profesor a causa de su avanzada edad, cuya respuesta a sus burlas fue: Yo, por lo menos, ya llegué hasta aquí; lo que no se sabe es cuántos de ustedes llegarán.