A mí, sí me asombran los escombros, entre los que a diario me muevo. Tu casa, tu iglesia, tu mirada blanca, por bestias confesas, arrebatada.
Tan ocupados están, algunos, que no ven, o fingen no hacerlo, por masturbar imágenes, símbolos y palabras, retorciendo sintaxis, para ganarse la gloria, bajo un solo firmamento, de soles y estrellas rotas; en su alforja, con el vano saber de una noción y unos valores vetustos y huecos, unos, y con embrollos y acrobacias verbales, otros, dictándoles el ritmo, a sus versos sin sangre.
¿Qué puedo esperar, dime, de un presente y un mañana donde se trunca la inocencia? Partiste con ella aquel día. . . Me pierdo en la mirada de una madre, por la esperanza, final y amargamente, derrotada; y en los brazos de un padre, arañando el cielo, en busca de respuestas.
Esos, tus ojos, de este lado del dolor, que me hincarán, mientras aliento tenga. Y ahora, ni más allá, ni consuelo, ni esperanza, con todo el poder de su silencio, golpeándome a la cara.