Byung-Chul Han (1959) es el pensador actual de mayor éxito editorial y notable interés académico, tanto en lengua alemana, en la que escribe, como en el ámbito iberoamericano.
De origen surcoreano, llegó a Alemania a los 19 años, sin hablar nada de la lengua tudesca y con la intención de profundizar sus conocimientos de metalurgia. Sin embargo, prefirió doctorarse en filosofía, en la Universidad de Friburgo, y luego en literatura, en la Universidad de Múnich, con una marcada influencia de Nietzsche, Heidegger, Freud, Foucault, Adorno y Baudrillard, además de Baudelaire, Proust, Orwell y Bataille, entre otros.
La diversidad de fuentes, disciplinas, autores e intereses de su pensamiento complejizan su encasillamiento, por lo que se le considera un filósofo cultural.
Acaba de publicar una recopilación de artículos y dos conversaciones filosóficas bajo el llamativo título de Capitalismo y pulsión de muerte (Herder, Barcelona, 2022), en cuyas páginas sus conceptos clave sobre la sociedad de rendimiento, la autoexplotación digital, el consumismo como camino a la depresión o el vacío narcisista y la degradación de lo erótico en pornografía transparente alcanzan una deslumbrante claridad.
El título lo toma del estudio del economista francés Bernard Maris, asesinado por los terroristas islámicos en la redacción de la revista Charlie Ebdo, y G. Dostaler, publicado en París por Albin Michel en 2010 (Capitalisme et pulsion de mort), en una de cuyas principales tesis se sostiene que la mayor astucia del capitalismo actual consiste en canalizar las fuerzas destructivas y la pulsión de muerte, para reconducirlas hacia el crecimiento y el consumo.
La noción de pulsión de muerte proviene del ensayo de S. Freud titulado El malestar en la cultura (1930), en el cual se afirma que el humano es una bestia salvaje, provista de una cruel agresividad; capaz, incluso, de desbordar los paradigmas racionales y dejarse llevar por los instintos, hasta amenazar o destruir la humanidad misma.
El estallido de la crisis económica mundial de 1929 y los años 30 constituyó el mejor escenario de representación del capitalismo como modelo de producción en el que “el hombre puede desfogar mejor su agresividad como bestia salvaje”, dice el filósofo surcoreano.
La pulsión de muerte es una fuerza instintiva desintegradora de la vida humana. De ahí que sea la inevitabilidad de la muerte la que, en el proceso de acumulación capitalista, genere presión sobre el individuo para impulsarlo hacia la productividad y el rendimiento.
Esa lógica de la acumulación es, a su vez, generadora de violencia. Una violencia que justifica matar so pretexto de sobrevivir, para lo cual se requerirá acumulación de fuerza o de riqueza. Así, una cultura de muerte domina y destruye la cultura de vida.
El amor, que es principio vital, se reduce a la mera sexualidad, que se resuelve en lo efímero. La trampa final estriba en que: “estamos demasiado vivos para morir y demasiado muertos para vivir” (p. 30). Hay que evitar matarse por optimizarse.
Otros artículos del volumen tratan sobre la imposibilidad de una revolución socialista en estos tiempos; la explotación total del individuo por conducto del hipercapitalismo, la infoxicación en la digitalización; la eficacia de la transparencia como instrumento de dominación del panóptico digital; el culto delirante a los datos (dataísmo) como expresión del nihilismo actual; la pérdida progresiva del raciocinio en el nuevo “Homo saliens” u hombre que salta, solo para llamar la atención; la nueva barbarie en el control de los flujos migratorios y de refugiados; la nostalgia identitaria provocada por la uniformidad de la globalización, entre otros, y las conversaciones con Ronald Düker y Wolfram Eilenberger, además de Thomas Ostermeier y Florian Borchmeyer en torno al teatro y a la ética.