La pandemia de la Covid-19 marcará el siglo XXI, al menos, como la primera, si tienen razón los científicos, tecnólogos y pensadores, cuando afirman que esta es solo la primera de una oleada pandémica que castigará a la población mundial en los próximos años.
De todas formas, su huella trágica y los vestigios de sus efectos colaterales en la economía global son de por sí indelebles.
La humanidad ha ido, en los últimos 24 meses, de la angustia y la incertidumbre, propias de la irrupción pandémica, a una a veces tímida o escéptica y otras veces fuerte y convencida esperanza, que se asienta en el descubrimiento de la vacuna, su diseño patentado en varios países, su comercialización monopolizada en la relación farmacéuticas y Estados, y su selectiva inoculación en capas de la población, según prioridades profesionales, sanitarias y de franjas etarias.
Impera en nuestro mundo una suerte de cansancio cósmico, según la expresión del Premio Nobel de Literatura 2019, Peter Handke (1942), empleada en su “Ensayo sobre el cansancio” (Alianza, Madrid, 2017) y con la cual crea lo que asume como su última imagen de la humanidad, una en la que se la ve reconciliada en sus últimos momentos; sí, los últimos momentos de verdad. Si no reconciliación, la pandemia despertó en la humanidad un paralelo sentimiento de temor y de solidaridad.
Pero, hay uno que resalta, que se escucha, a veces con extenuación y otras con murmurio. Se trata del cansancio.
El personal hospitalario, especialmente el de cuidados intensivos, habla de cansancio. Los equipos paramédico se agotan de cansancio. Los policías y guardias, dueños de largas noches de vigilia, también resudan cansancio.
El teletrabajo va dejando una secuela física y sicológica de cansancio. Los niños, víctimas del encierro y la instrucción remota, también hablan de cansancio, se quejan de una suerte de fatiga digital y de la ausencia de contacto con sus compañeros de clases. Los padres en el hogar, con cada vez más labores, señalan el cansancio.
Los trabajadores de sectores económicos llamados esenciales, que no han parado un instante pese al riesgo sanitario y a los rigores de confinamientos y toques de queda, ya rebasan el cansancio.
Los pequeños y medianos empresarios padecen el desasosiego de ver rotos sus sueños y quebrados sus negocios, lo cual también genera cansancio existencial. La vida de pareja y la intimidad se abisman de cansancio.
En el horizonte quieto, un pueblo fastidiado, que reposa desaliento en el tedio.
En todo el mundo se respira un pesado aire de cansancio, una lasitud del universo. Hay, ciertamente, un cansancio planetario.
La partida causada por el Covid-19 refleja en el moribundo un dejo de cansancio, de inusual desventura, en medio de una dolorosa soledad. Es el cansancio que deriva del esfuerzo último de un sufrimiento profundo, de una desdichada inocencia ante la vida y sus prodigios. Es el cansancio de la soledad. Un cansancio, en verdad, temible.
Nos cubre, como una nube turbia, el fastidio provocado por el fanatismo que hizo de la modernización e industrialización sin parapetos éticos, de la autonomía de la técnica y la autoexplotación digital y de la aceleración sin límites en el estilo de vida consumista, una religión de esclavos. En este cansancio cósmico se proyecta el cansancio mismo de nuestra historia.
Y para nunca abandonar la utopía que ofrece la poesía al hastiado, al extraviado en la existencia pandémica, recupero aquellos versos del poema Walking Around, de Pablo Neruda, que rezan: “Sucede que me canso de ser hombre./ Sucede que entro en las sastrerías y en los cines/ marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro/ navegando en un agua de origen y cenizas”.