Cambio

Un viejo conocido me escribe ayer dándome cuerda por mi felicitación al presidente Abinader por su cumpleaños.
Se asombra de que haya estado opuesto a su candidatura en 2020 y que en alguna columna que no recuerdo ahora haya referido cómo los peledeístas llamaban a Luis “tayota”, dizque por insípido.
Es increíble cómo gente inteligente se pone bruta para incordiar, como si el lema de esa campaña de hace seis años no hubiera sido el “cambio”.
En mi caso, defiendo mi derecho a cambiar de opinión, según he explicado mil veces, incluso en mis memorias.
Ese antiguo amigo, curiosamente, es concuñado del menos luminoso funcionario del Gobierno y hermano de un impopular ministro que hasta pocas semanas antes del triunfo de Abinader fue una eterna joven e incumplida promesa balaguerista, hasta que, antes que yo, cambió.
El primero, de oscuro desempeño, tampoco fue nunca del PRD ni del PRM y ahora es más luisista que cualquiera de las dos Raquel.
Si Abinader fuera incapaz de convencer a antiguos adversarios, como el hermano y concuñado del incordiante cuerdero, o yo mismo que siempre fui antiperredeísta, ¿acaso no sería él peor político que sus opositores o allegados que desean sucederlo? El derecho a cambiar de opinión, como demuestran estadistas de la talla de Lincoln o Churchill, es una piedra angular de la democracia.
Prefiero un presidente que celebra cumplir años orando en una capilla en su casa con su familia, invocando al Espíritu Santo para lidiar con los asuntos de Estado o chismecitos como negar a uno el derecho al cambio, a algún aspirante que brinca cualquier charquito para medrar o satisfacer algún enfermo ego. A ese cuerdero que ejerza en su círculo íntimo, que ahí tiene más tela que cortar…