El lunes de esta semana, el presidente Luis Abinader promulgó la Ley 1-24 que crea la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI).
Esta ley brinda un marco jurídico claro a esta dirección y, por tanto, al Sistema Nacional de Inteligencia (SIN). Esto, como propósito general, es bueno. Despeja la penumbra jurídica en la que hasta ahora han operado los órganos de inteligencia del Estado. Sin embargo, tal como advierte el refrán, el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones.
Lo digo porque la lectura del artículo 11 de la ley despierta preocupación. Este artículo obliga a “instituciones privadas o personas físicas” a entregar a la DNI “todas las informaciones que esta requiera sobre las cuales tengan datos o conocimientos”. También deberán permitir a la DNI recolectar “informaciones de carácter público que figuren asentadas en sus bases de datos y acceder de forma automatizada a las que se produzcan mediante el uso de las tecnologías y de los servicios de telecomunicaciones”.
Todo esto sin establecer claramente la obligación de la DNI de obtener una orden judicial que la autorice para ello y mencionando casi de pasada el respeto al derecho a la intimidad. No con la entrega de la información requerida está sancionado en el artículo 26 de la ley con prisión de dos a tres años y una multa. Es decir, que la ley abre la puerta para que la DNI se considere con el derecho de exigir a los ciudadanos dominicanos convertirse en informantes sobre los demás, bajo amenaza de prisión.
No hay que acudir a comparaciones históricas foráneas para espantarse con esta posibilidad. Los dominicanos hemos vivido en carne propia las consecuencias de este tipo de obligaciones. Hoy el legislador, al permitir que se nos obligue administrativamente a convertirnos en caliés o ser carne de prisión, nos hace recordar peores tiempos. La simple voluntad de algunos funcionarios puede servir para obligarnos a convertirnos en oídos y ojos del Estado y a estar dispuestos a denunciar cualquier real o presunta desviación.
Nadie podrá confiar nada en nadie más. Es indiscutible que el Estado necesita de herramientas para garantizar la seguridad, pero constreñir a los ciudadanos a delatar, posiblemente sin una decisión judicial que lo ordene, es convertirnos a todos a la vez en vigilantes y vigilados. Eso es la antítesis de una sociedad democrática.