Bella hermandad musical

Bella hermandad musical

Bella hermandad musical

Mario Emilio Pérez

Disfruto de estético placer escuchando todos los instrumentos musicales.

Una explicación de mi amplitud en el deleite auditivo es que no existen antagonismos entre los instrumentos de una agrupación musical.

En las orquestas sinfónicas se ponen de manifiesto combinaciones inusitadas, que sin embargo llegan a los oídos como suave caricia de una declaración amorosa.

El genio casi extraterreno de Mozart lo llevó a colocar en roles protagónicos al piano, el violin, el arpa, la flauta, el fagot, el corno, la trompa, el clarinete, en numerosos conciertos.

Los biógrafos del genio de Salzburgo señalan que el único instrumento que aborrecía era la trompeta, y algunos consideran que pudo deberse a la estridencia de su sonido.

Aficionados y estudiantes de música muestran predilección por el violín y el piano, algo fácilmente comprobable en la cotidianidad de las clases de un conservatorio de música.

He sido testigo de discusiones entre pianistas y violinistas, algunos de ellos miembros de nuestra orquesta sinfónica, acerca de la calidad y exquisitez de las notas que brotan de sus instrumentos.

Los violinistas afirman que al pianista le fue negado el privilegio de corregir los problemas que afectan su instrumento, que no pueden afinarlo, y también se privan del placer de trasladarlo sin ayuda de un lugar a otro.

Los que asistimos al recital de violin y piano en el Teatro Nacional el pasado martes no pensamos en situaciones antagónicas entre ambos creadores de combinaciones exactas del sonido y el tiempo.

Se debió a que el violín de Philippe Quint y el piano de John Novacek establecieron un diálogo que los contrastes de las piezas escogidas sonaron como suele acontecer cuando en el arte musical se unen talento y disciplina.

Philippe Quint dio rienda suelta a sus emociones en escena, con la gestualidad expresiva y vivaz de quien ha develado los misterios de su instrumento.

Novacek secundó diestra y mesuradamente los alardes interpretativos de su interlocutor musical.

Ante el silencioso éxtasis del auditorio, pensé en Camille Mauclair y el verazmente descriptivo título de su obra “La religión de la música”.

 



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