Aparejada a una reflexión bastante superficial acerca de la identidad o las identidades del individuo contemporáneo, Harari se plantea, en “21 lecciones para el siglo XXI” (2018), la cuestión acerca del sentido de la vida, su rediseño transhumanista o poshumanista y el desafío de la amortalidad en vez de la inmortalidad. Pero estas cuestiones se van hilvanando en medio de un cuestionamiento del sistema democrático y de los defectos de la visión liberal del mundo.
Y todo ello, en una atmósfera infestada por una catarata incesante de noticias falsas que han puesto de relieve la emocionalidad sobre la racionalidad y la mentira por sobre la objetividad, al tiempo que se agitan y enarbolan los tres grandes relatos del siglo XX: el fascista, el comunista y el liberal.
Vemos el resurgimiento de ideologías pretéritas (nacionalismo y proteccionismo). Lo peor de todo es que estamos viviendo un tiempo sin relatos, sin ideologías y una incertidumbre cada vez mayor, una suerte de grado cero del sentido de todo.
Habría que replantearse el problema de la identidad, tanto de la individual como de la colectiva, frente a los flujos migratorios como fenómeno de la globalización y la disolución de los estamentos sólidos de las identidades (lenguas, territorios, creencias, culturas, fenotipos). Ya no se trata solo de aculturación, por efecto de tensión de las identidades colectivas, sino además de diferencias y asimilación culturales, de pertenencia y marginación.
Nadie tiene hoy una identidad, sino múltiples y efímeras. Las diferencias son culturales; no biológicas.
No obstante, si el transhumanismo lograra sus propósitos, habiéndose planteado muy seria y costosamente la mejora de la condición humana, de la naturalización, cultura y socialización como las conocemos hoy, para, mediante la hegemonía de algoritmos no orgánicos, alcanzar lo poshumano y vencer la degeneración celular y el imperio de la muerte, entonces habría que construir nuevos relatos.
En ellos, es probable que hayamos tenido que ceder la autoridad humana a la lógica dictatorial de los algoritmos, que siendo inteligentes (resolver problemas), tal vez no lleguen a ser conscientes (sentir dolor, amor, ira).
La inteligencia artificial podría identificar nuestros temores, odios y antojos, llegando a manipularlos y utilizarlos en contra nuestra.
Este ensayo trata de explicar todas las maneras en que las cosas pueden ir terriblemente mal en el siglo XXI. Y se pregunta: “¿Pueden los ingenieros de Facebook utilizar la inteligencia artificial (IA) para crear una comunidad global que salvaguarde la libertad y la igualdad humanas? (p. 15).
Tal vez debamos desglobalizarnos; o bien, volver al
Estado-nación o a los Estados teocráticos.
Los nuevos relatos podrían romper con el sentido evolutivo de la historia, para volver a la fundamentación nietzscheana del eterno retorno.
as revoluciones en la biotecnología y la infotecnología nos proporcionarán el control de nuestro mundo interior y nos permitirán proyectar y producir vida.
Aprenderemos a diseñar cerebros, a alargar la vida y a acabar con pensamientos a nuestra discreción.
Nadie sabe cuáles serán las consecuencias”. (p. 25) La pregunta sería, ¿podría ser relevante el relato liberal en un mundo de vida artificial, de cíborgs y de algoritmos conectados en red? Pero, además, ¿acaso no pasarán el individuo y las masas a ser irrelevantes o innecesarios en una sociedad cuya producción y comercialización de bienes y de conocimientos quedaría a expensas de la inteligencia artificial?
El desarrollo de la tecnología preludia el desempleo masivo. De hecho, la medicina algorítmica ya anuncia el final de la profesión médica. Será terriblemente peligroso para el humano llegar a ser innecesario.
El universo sería un flujo de datos que, con dinero, pocos manejarían y entenderían. Los organismos serían algoritmos bioquímicos; peor aun, serían autónomos, poderosos e insensibles.