Uno de los retos más grandes que podemos enfrentar es ser capaces de convivir con aquellas cosas de nosotros mismos que no nos gustan o que suelen traernos problemas en las relaciones con los demás.
Lo primero que llega a la cabeza es que, si eso es así, hay que trabajar para cambiarlas o por lo menos mejorarlas.
Pero, ¿qué ocurre cuando eso se torna misión imposible? ¿Cuándo el esfuerzo por lograr ese cambio tiene unas consecuencias peores que el hecho en sí? Ahí llega el momento de aprender a convivir con ello. Dejar de luchar contra aquello que no podemos cambiar, logra que deje de ser importante y seamos capaces de reconocerlo de manera más fácil y hasta de llegar a controlarlo.
No va a desaparecer, pero sí vamos a ser capaces de mantenerlo a raya. Todos tenemos virtudes y defectos. Es como una especie de equilibrio natural.
Cuando está desbalanceado es cuando llegan las luchas internas por cambiar. Alcanzar ese equilibrio te permite reconocer aquello positivo para ti que te define y lo que no es tan bueno que igualmente forma parte de tu personalidad.
Hay que evitar ponerse carteles o que otros lo hagan. Si en tu cabeza solo te repites lo que consideras defectos, eso es lo que serás.
Se lo transmitirás a los demás que te catalogarán de esa forma y tendrás la definición que te marque y que te controle.
Por ejemplo, eres extremadamente testarudo. Ya lo sabes. Cuanto toque mantenerse firme, deja que eso fluya, pero cuando veas que te está creando situaciones negativas, es momento de controlarlo.
Vas a ser testarudo toda tu vida, seguramente, pero eso no es lo que te define, es una parte de ti que tienes que abrazar y soltar. Ese equilibrio es un profundo autoconocimiento.