Apagar el mundo para encender el alma

Desconectar para volver a conectar. He escuchado muchas veces esta frase de personas que nunca se desconectan… y es que hubo un tiempo en que su mensaje resonaba como una moda que muchos replicaban como un descubrimiento poderoso en esta era tan hiperconectada y de tantas ocupaciones.
Admiro profundamente a las personas que pueden cumplir con su agenda al 100 %, pues, aunque realizo mil cosas, aprendí a no agobiarme por las que no logro hacer o concluir, sólo pienso que siempre hay un mañana para lo que en el día de hoy no se logró materializar.
“Desconectar para volver a conectar”, puede parecer al principio sólo un consejo más de bienestar: tomar distancia del ruido, del celular, del trabajo, de la rutina, y hasta de las personas. Pero debemos entender que no se trata de apagar dispositivos, sino de encender algo mucho más profundo: la conexión con uno mismo, con los demás y con lo que realmente importa.
Vivimos en un mundo que nos empuja a estar permanentemente disponibles, informados y activos. Confundimos productividad con valor personal y presencia digital con presencia real. Nos volvemos expertos en reaccionar, pero olvidamos cómo respirar, contemplar, sentir sin prisa y hasta perdonar, a nosotros y a otros.
Desconectar -aunque sea por unos días, unas horas o incluso minutos conscientes al día- me enseñó a recuperar claridad. A escuchar sin ansiedad. A escribir sin distracciones. A mirar a los ojos. A pensar con profundidad. Y sobre todo, a recordar quién soy cuando el ruido se apaga.
Desconectar no es huir. Es elegir un ritmo diferente. Es hacer espacio para lo esencial. Porque nadie puede dar lo que no tiene y nadie puede acompañar a otros si no se acompaña primero a sí mismo. Cuando me siento dispersa, abrumada o desenfocada, regreso a esa frase… una forma de volver a casa, conmigo.
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