Andando hacia los cien años, Tula todavía prepara algunos dulces

Andando hacia los cien años, Tula todavía prepara algunos dulces

Andando hacia  los cien años, Tula todavía prepara algunos dulces

Tula interviene poco en el negocio, pero lo hace, en la elaboración de dulces. eric javier

Santa Cruz de El Seibo.- Juana Chalas Mercedes tiene 98 años. Los cumplió al principio del verano pasado y ya, en el segundo tercio de esta primavera, se prepara mentalmente para su cumpleaños 99.

Y cualquiera puede hacerse la idea de que se organiza para una fiesta, pero no es así; en realidad algunos achaques propios de toda vida extendida la mortifican un poco, como este de que su estómago no es eficiente como hace cuatro o cinco décadas.

Los años, después que se entra en la pendiente, tienden a llegar acompañados de dificultades a veces poco notables, pero acumulativas. Pueden ser aliviados, pero eliminados, ¡jamás!

Sus casi 99, no le impiden sin embargo arreglarse para irse a la galería de su casa a observar el ir y venir de vehículos y personas en su pueblo, Santa Cruz de El Seibo y, desde luego, hacer todavía algo de lo que ha vivido durante unos 70 años: ¡dulces!

No es Juana, es Tula

Desde luego, si alguien va en este momento al pueblito, se detiene en el parque central o junto a la iglesia de los tiempos coloniales por donde suele haber parroquianos a la sombra de un árbol o bajo una glorieta y pregunta si le pueden ayudar a encontrar a Juana Chalas Mercedes, nadie podrá orientarle porque esa persona existe, pero nadie la conoce.

Es, en realidad, un nombre en el Registro Civil, que no sirve para nada cuando se ha impuesto Tula, un apodo de toda la vida, convertido hoy en día en una marca sinónimo de calidad en la elaboración de dulces.

Un nombre que puede ser encontrado en un cartelito puesto en la envoltura de celofán o en las cajas de cartón utilizadas para empacar, pero también como un pequeño letrero, casi discreto, en la parte frontal de un anexo de la casa familiar a donde ha ido a dar la operación comercial de la dulcería.

En el caso de Tula el negocio del dulce es un emprendimiento personal, muy personal por cierto, que después, cuando fue empujada por la necesidad y una situación particular en su vida, pasó a ser una operación familiar, pero de alcances limitados, como casi todo en El Seibo.

La primera piedra

Tula es una mujer sencilla que todavía, cuando echa mano de su memoria puede dar algunas fechas, pero otras son apenas recuerdos imposibles de precisar, conservados como momentos notables de la vida.

Conserva, esto sí, rasgos de un carácter determinado que saca a la luz cuando se refiere a su vida junto a Miguel Jiménez, el compañero de su vida ido a otro plano hace ya mucho tiempo, con el que discutió alguna vez unas dificultades contra las que se proponía luchar.

Jiménez era empleado en Telecomunicaciones con un sueldo de 50 pesos en la Era de Trujillo y con ese dinero tenían que vivir, así que decidió abrir un puesto de venta de comida. Le planteó la idea a su esposo y este le dijo que no.
Periodista (MF): Bueno, pues imagino que allí murió aquella idea.

Tula: ¿Murió? Le dije que no podíamos vivir con 50 pesos y que haría algo.

MF: ¿Y qué fue lo que hizo.

Tula: Hablé con Manuel Himaya para que me alquilara un kiosco que tenía frente a su negocio y allí puse un puesto de frituras y así empecé a desenvolverme.

MF: Vamos por partes, ¿por qué se oponía su esposo?

Tula: Decía que yo tenía muy mal carácter, que no podía bregar con gente.

MF: ¿Y pudo?

Tula: ¡A Dios carajo! Había días en que le compraba un puerco a César Rincón y lo vendía. Después empecé a vender leche frito.

MF: ¿Leche? ¿Cómo fue eso?

Tula: Tenía un primo con unas vaquitas en Pedro Sánchez y le dije que me trajera la leche para venderla en el pueblo. Con la que me quedaba hacía dulces.

MF: ¡Así empezó, entonces, la dulcería!

Tula: Sí, así me fui dedicando a hacer dulces. Primero de leche y después de algunas frutas, como guayaba, cajuil y otras, que compraba por latas a los marchantes.

Desde entonces

Así empezó una operación artesanal que cualquiera que se haya mantenido hasta este punto del relato puede atribuir a la leche que Tula no podía vender durante el día, utilizada para hacer dulces, pero que para mí es, en realidad, fruto de un emprendimiento empujado por la insatisfacción de una mujer frente al sueldo de su marido y la determinación de buscar una fuente para contribuir con los ingresos.

De este emprendimiento salió la casa familiar construida en un solar que compró en las afueras, pero que hoy está en medio del pueblo; de allí también salieron los ingresos para mantener a los hijos cuando murió su esposo a principio de los años 60, y la operación comercial con la que se desenvuelven todavía, unos setenta años después.

La insuficiencia de aquellos 50 pesos y la leche que no se vendía también están en la base de una “tierrita”, como le dice Tula, a donde han llevado la producción del dulce de leche, porque otros siguen preparándolos en el mismo lugar, su casa, donde a veces ella misma hace el de naranjas, del que suele comer algunas lonjas.

La suerte tuvo su cuota en una etapa de su vida

La burra. Parsimoniosa, posiblemente por el efecto de los años, Tula refiere que no todo ha sido trabajo sobre los calderos y una mesa; también la suerte la visitó unas cuantas veces.

Una noche mientras soñaba le mostraron el 87. Al amanecer le dijo a Rafael el Billetero que se lo buscara en las quinielas.

“Salió en primera”, rememora con ojos iluminados detrás de las gafas.

Esa semana el billetero le requirió que lo ayudara con el número, que por ser burra no tendría venta, y le llevó un paquete de quinielas. ¡Salió de nuevo en primera!
Con la Lotería hizo su casa.