Corría la década de los años 50, más de un lustro después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, cuando John Foster Dulles, entonces Secretario de Estado del presidente Dwight D. Eisenhower; proclamó que “Estados Unidos no tienen enemigos, sino intereses”.
Estados Unidos, el principal ganador de la referida conflagración mundial, tenía claramente identificados sus intereses imperiales en su propósito de que, una vez surgiera el siguiente orden mundial, como, en efecto se produjo posteriormente con el desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en 1989, pudiera liderar, con poder hegemónico, el naciente paradigma.
Los estadounidenses hegemonizaron todo. Crearon las nuevas reglas del mundo a través de las organizaciones internacionales hechas a la medida, produciendo niveles de integración de Estados acomodados a sus intereses geopolíticos.
A partir de la desaparición del bloque socialista, que también conllevó el fin de los contextos de equilibrio que moderaban los conflictos mundiales, resurgieron viejos desafíos.
La integración funcionó eficazmente mientras no había crisis, pero comenzaron a brotar, motivado a situaciones de turbas de inmigrantes, terrorismo y tensión militar; reaparecieron las ideas nacionalistas y los reclamos de respeto a la soberanía de los Estados.
En el caso de la República Dominicana, la cuestión del fenómeno migratorio es la que ha hecho crisis, debido al incremento de la presencia de cientos de miles de haitianos de manera irregular en su territorio.
Mientras que en Europa, hasta se han construido muros para protegerse del flujo migratorio, y contemplado, incluso, usar las fuerzas armadas contra la llegada masiva de inmigrantes motivado a conflictos, sobre todo de Oriente Medio y África del Norte; en el caso dominicano las medidas han procurado complacer las posiciones de potencias extranjeras.
La más reciente decisión del Estado dominicano fue la dispuesta la semana pasada por el Consejo Nacional de Migración, mediante la cual decidió prorrogar, por tercera vez, el plazo para que los extranjeros, haitianos en su casi totalidad, que se acogieron al Plan Nacional de Regularización, completen sus expedientes entregando los documentos que aún les faltan.
El problema radica en que hasta el momento, menos de ocho mil han logrado completar sus expedientes, una cantidad irrisoria frente a los 250 mil que se acogieron la medida, costeada en su totalidad por la República Dominicana.
Haití ni la comunidad internacional terminan de comprometerse a dotar de documentos a esas personas, pues la dilación de las autoridades haitianas en documentar a sus ciudadanos ha sido la razón fundamental de que ese proceso no haya concluido.
Históricamente, la República Dominicana ha manejado sus relaciones con sus vecinos bajo el esquema de “laissez faire, laissez passer”; y, peor aún, en una especie de “analfabetismo histórico”.
Algunos pensadores aseguran que durante la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo ha sido el único momento en que se ha puesto atención al tema haitiano como una política de Estado, dedicando una estructura gubernamental adscrita al Ministerio de Relaciones Exteriores.
La carencia de un pensamiento estratégico acerca de las relaciones dominicano-haitianas resulta evidente en la sociedad dominicana, incluyendo a las élites política y económica, que han jugado a sacar ventajas a cuestiones coyunturales.
En tanto, la élite académica ha sido parca, en sentido general, y una parte de la actual, la vinculada a organizaciones no gubernamentales; hasta se arrodilla ante las pretensiones de las grandes potencias que quieren cargarnos la crisis haitiana.
Lo más recomendable es que la República Dominicana, como Estado soberano e independiente, defina claramente sus intereses respecto a sus relaciones con Haití.
Sería bueno adaptar, al igual que un guion de teatro, la frase de John Foster Dulles, cambiándola a que “República Dominicana, frente a Haití, solo tiene intereses”.