Amor, erotismo, distancia y alteridad

Los románticos del siglo XIX heredan de los griegos antiguos la idea de que el amor no existe sin dolor. En Byron, el más sublime gesto de amor es aquel que induce a morir por el ser amado. Amar equivale a sufrir o morir. Lo hace Penélope por Ulises.
Lo hace Fedro por Lisias.
Aristóteles enlaza, como polos de un mismo padecimiento, sufrimiento o pasión, en tanto que estados del alma, el Pathos y el Eros, y este último como antípoda de Thanatos. El sentimiento patológico, que es a su vez sufrimiento pasional, se resuelve en la morbidez.
El Olimpo era, además de un eterno campo de batalla, una insaciable e incesante escena de amoríos adúlteros, raptos, escapadas eróticas y trágicas leyendas de pasión sacrificial.
En Occidente, distinto a Oriente, que descansa más en la erotodidaxis (o enseñanza del arte amatorio), el amor es, antes que un deleite, un padecimiento. El órgano corporal que carga con el viacrucis amoroso es, y aquí se unen mitología, metafísica, imaginación literaria y ciencia anatómica, el corazón.
En la sociedad y cultura del capitalismo del siglo XXI y su revolución digital el amor se trivializa y deja de dar para procurar recibir.
En su libro “Agonía del eros” (2015) el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han nos revela características inocultables de las formas en que concebimos y experimentamos lo amoroso, lo erótico y lo porno.
El punto de partida es la sociedad del rendimiento consumista, junto a la enfermedad que causa, la depresión como un padecimiento narcisista.
El sujeto narcisista del rendimiento ha puesto en crisis el por Erich Fromm (1956) descrito como arte de amar. Porque para el narcisista, el mundo y los demás son solamente la proyección de sí mismo.
Luego, su forma de amar es la de someter al otro a su esfera del yo, subsumirlo, absorberlo, eliminar su singularidad, drenar su otredad y libertad.
Rapta del otro su alteridad, lo iguala a sí mismo y, en consecuencia, conculca su albedrío. Tacha la distancia que da al otro la diferencia y la condición de sí mismo, su identidad frente a los demás. Vuelve único lo diverso y hace de la asimetría, en tanto que negatividad creadora de lo erótico y amoroso en libertad, una simetría positivada, es decir, inerte, uniformada, angustiada y triste.
El auténtico amor, en cambio, es el Eros que ama al otro permitiéndole ser, dejándole existir y amándolo por lo que ese otro es, no por lo que el narcisista desea que ese otro llegue a ser.
Este amor libera al Eros de su actual agonía, y aunque con dolor y pasión, lo aleja de la seducción de Thanatos, de la alienación en el rendimiento y el consumo productivos a que nos somete el mercado neoliberal, a cambio de una engañosa libertad.
Libertad que ha reducido el amor al sexo sin compromiso, a la excitación sin consecuencias; que ha hecho del cuerpo una mercancía; que ve en el acto de amar la conversión del otro en un objeto sometido, porno y meramente sexual. Este amor dura la temporalidad de un clic y su volátil significado se desvanece en el placer como autosatisfacción. Amor banal de red social.
La lógica del rendimiento eficiente ha domesticado la fuerza liberadora, delirante, según Platón, del amor que trasciende el cálculo y el consumo del sujeto narcisista en la era digital.
Cultivamos hoy un amor que carece de trascendencia y transgresión; un amor ceñido al dato, sin imaginación ni creación. Ha muerto, a manos de la obscenidad de lo evidente, la feliz locura de amar.
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