La vida en la ciudad siempre nos ha puesto a prueba. Cada mañana salimos con la sensación de que el camino será un ejercicio de paciencia; tapones interminables, espacios públicos saturados, servicios que no responden como deberían, alquileres que parecen diseñados para expulsar a la clase trabajadora y un ritmo urbano que nos exige más de lo que nos devuelve.
Vivimos en un estrés constante, como si la cotidianidad estuviera siempre a punto de desbordarse. Y aun así, seguimos adelante porque no conocemos otra forma de habitar la ciudad que no sea resistiendo.
Pero esta semana ocurrió algo que reveló la fragilidad de esa resistencia: un apagón general que dejó al país entero preguntándose cómo es posible que, después de tantas inversiones, discursos, planes y promesas, un fallo nos dejara en la total oscuridad, literal y figuradamente.
Más allá de la falta de luz, lo que se apagó por unas horas fue la idea de que estamos preparados para una emergencia de gran escala. Esa ilusión se cayó como una hoja seca ante la primera brisa.
Lo más inquietante no fue sólo el apagón, sino la sensación colectiva de indefensión. No tuvimos claridad sobre qué ocurrió, cuánto duraría, ni cuáles protocolos se activaron.
La comunicación oficial se movió entre explicaciones incompletas, versiones imprecisas y teorías que, lejos de tranquilizar, provocaron desconcierto. Incluso se insinuó un sabotaje, argumento que muy pocos pudieron tomar en serio en una ciudad donde a veces parece que todo colapsa sin necesidad de ninguna intención maliciosa. La ciudadanía sintió, una vez más, que quedó a la deriva.
Sin embargo, quiero detenerme aquí puesto que la frustración es comprensible, pero también peligrosa cuando se convierte en resignación. Este apagón no puede ser un episodio más que olvidaremos la próxima semana. Tenemos que leerlo como un llamado urgente a revisar qué tipo de sociedad estamos construyendo y qué tipo de ciudad estamos permitiendo que se consolide. La crisis no fue únicamente eléctrica; fue cívica.
Cuando un gobierno falla en comunicar con precisión y tranquilidad, pierde un valioso puente con la ciudadanía. Y cuando la ciudadanía renuncia a exigir información clara, contribuye, aunque sin querer, a que esos fallos se repitan.
No se trata de señalar culpables como un ejercicio de confrontación, sino de asumir que en una ciudad moderna cada institución tiene una responsabilidad, pero cada habitante también. No basta con indignarnos; necesitamos participar, observar, preguntar, demandar y proponer.
El apagón nos recordó que la ciudad es más vulnerable de lo que parece. Vimos semáforos apagados, calles caóticas, negocios paralizados, hospitales tensionados y familias enteras buscando alternativas improvisadas. Eso no es falta de luz; es falta de preparación. En un territorio donde convivimos millones de personas, el orden no puede depender únicamente de la buena voluntad ni del azar. Un plan de emergencia no es un lujo; es un deber.
Tampoco podemos seguir normalizando la idea de que “esto es así” o que “nada va a cambiar”. Esa forma de pensar alimenta la misma estructura que nos hace daño. Cuando renunciamos a pensar, cuestionar o exigir, la ciudad se vuelve un organismo sin defensas. Y una sociedad sin defensas termina viviendo en permanente estado de estrés, irritada, agotada… y vulnerable ante cualquier incidente.
No suelo apelar a lo divino en mis reflexiones públicas, pero esta experiencia dejó una sensación que cuesta ignorar: estamos demasiado expuestos. Y aunque pido a Dios que nos proteja, también deseo que aprendamos a protegernos como comunidad, como ciudadanos conscientes de que la ciudad que queremos construir no nace de la improvisación, sino del compromiso de todos.