Agripino

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En estos días en que Agripino resurge, gracias a unas escaramuzas que ya extrañaba yo en torno a la Junta Central Electoral, pienso en nuestra impotencia  para enraizar instituciones fuertes, confiables y continuas.

Las crisis institucionales, las colisiones de poderes y las desavenencias de una sociedad del desencuentro son el festín de Agripino, en el que se yergue como non plus ultra, oficiante de pactos superficiales y espurios, con salidas salomónicas que estabilizan la enfermedad pero no la revierten.

Aplaudida y reclamada por todos (confieso que me incluyo), la mediación de Agripino nos delata como hacedores de un paisaje, no de un país. Forjadores de una agrupación social, no de un Estado. Impulsores de una Banana Republic, no de un ente competitivo, exportador y distribuidor de dignidad para su gente.

La degradación que nos abate es tal que somos capaces de desestabilizar y hacer enojar a nuestra ensotanada institución, menospreciando su afán de viabilizar armonía, que es su negocio y su praxis íntima. El signo de interrogación de Pared Pérez ante el rostro clerical fue un atrevimiento.

El intervencionismo mediador ha hecho grandes aportes. ¿Cómo negarlo? Agripino ha evitado baños de sangre, resquebrajamientos sociales, ruptura del orden minúsculo que por la misericordia de la Providencia nos acompaña.

No sé si quedaría país si algún día perdiésemos a Agripino. Esta duda mía es parte del oprobio de una nación secuestrada por políticos tan ricos que ya no demandan mecenazgos y empresarios tan pobres que andan por debajo de la mesa esperando que caígan  las migajas.

Aquí cien años de práctica industrial equivalen, en términos de generación de riquezas, a diez años de militancia política. Es una profunda crisis institucional y moral donde la mediación es una píldora de efecto momentáneo. De todos modos ¡viva Agripino!



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