La abstención electoral es como la fiebre: el síntoma de una enfermedad. Bien puede ser una simple gripe, pero igual podría ser un cáncer terminal.
En 2012 la abstención fue menor al 30 %. En 2016, con el descalabro del PRD, fue superior al 43 %. En 2020, con la pandemia, rondó el 44 %. Pero ahora, en 2024, sin pandemia y con unas elecciones muy bien organizadas, la abstención picó el 46 %.
Para ilustrar aún mejor la situación: en 2012 votaron 4.6 millones de ciudadanos, en 2024, a pesar del gran crecimiento del padrón electoral en 12 años, fueron apenas 4.4 millones.
La cosa se complica más si le añadimos que una parte importante de los que votan lo hace, no por apoyo sino, por rechazo. Votan por X porque no quieren que gane Y.
Es indiscutible que hay un creciente desinterés de la población en la democracia y los mecanismos de participación, lo cual merece ser analizado con profundidad. Hay que ver cuál es la enfermedad detrás de ese síntoma, y cuál podría ser la cura.
Culpar a la ciudadanía, sería como culpar a una persona de que lo atracaron porque sacó el celular en la calle. Por su parte la Junta Central Electoral se encuentra entre las instituciones con mayor credibilidad, y realizó un trabajo impecable.
Estamos ante una inminente ruptura. La población cambió y los partidos siguen en lo mismo: las mismas prácticas y los mismos intereses.
Experiencias regionales nos muestran lo que puede pasar. Esa energía potencial acumulada en forma de indignación social por algún lado tendrá que reventar. Y la energía bien puede construir, como destruir… Eso me preocupa.