Si algo positivo nos ha traído esta edición del Consejo Nacional de la Magistratura es que, nuevamente, ha quedado demostrada la sobrada capacidad jurídica y profesional de los abogados y funcionarios del sistema de justicia que no hacen vida en la capital.

Quizás por su relación con lo público, la vida jurídica dominicana gravita excesivamente sobre Santo Domingo, provocando que todos los focos se centren en la vida jurídica que se desarrolla en ella y en sus protagonistas.

Es una gran injusticia, puesto que en el interior del país el clima intelectual es vibrante, y eso incluye al mundo jurídico. Muchos de los mejores abogados, juristas en los hechos y el pensamiento, no solo en el calificativo, desarrollan su vida alejados de la atención que se brinda a sus colegas capitaleños.

Tuve oportunidad de comprobarlo hace cerca de veinte años, cuando siendo parte del personal de Finjus recorrí el país promoviendo la reforma procesal penal.

Lo que en principio me parecía una misión de formación, muy pronto se tornó en lección de humildad y en golpe de realidad.

Una parte significativa de los mejores pensadores dominicanos del Derecho, repito, no trabajan ni hacen vida intelectual en la capital, no son fruto de las aulas de las universidades más reconocidas ni tampoco tienen maestrías o posgrados en el extranjero.

Son personas que de forma metódica, constante y seria se han dedicado al estudio y ejercicio de la profesión que aman alejados de los fastos y atenciones de Santo Domingo.

Esta lección es importante, porque nos permite entender que si dejamos de creer que las orillas del Ozama son el centro del país, podremos aprovechar como sociedad una cantera enorme y profunda de recursos humanos y conocimientos jurídicos.

En la República Dominicana sí hay material humano para cualquier proceso de reforma judicial, por profundo que sea. Para constatarlo, basta con abandonar la falsa idea de que el mundo jurídico empieza y se agota en lo que ya conocemos.