Frecuentemente algunos afirman que los abogados son ladrones, mentirosos y delincuentes. Son expresiones de desprecio de un ente importante en el Estado de derecho.
Como en toda profesión se deslizan errores. Son faltas que dan lugar a acciones legales en su contra, cuando se demuestre el incumplimiento de su deber de diligencia media.
También hay abogados, como en toda profesión, que desoyen sus mandatos éticos. En estos casos pueden ser procesados ante el CARD y los tribunales ordinarios, según el comportamiento.
Se dice, igualmente, que cuando un abogado representa a un querellante y víctima y el Ministerio Público a la sociedad, se considera que este es el bueno. Mientras que si representa al acusado es un abogado malito.
Es un estigma preocupante. Esto se debe a la evidente ignorancia de quien lo dice y a que, para quienes así piensan, el proceso judicial es una pantomima con una única alternativa posible: la condena del señalado por los acusadores. Con dicho torcido criterio se sugiere que cuando el abogado defiende a un alegado victimario es un asesino y si defiende a un acusado de corrupción es un mentiroso y corrupto. Lo peor, a juicio, en muchos casos, del Ministerio Público. Ello revela la mirada autoritaria y cavernaria, propia del Estado policial, no del Estado constitucional, según la cual procedería hasta la castración, cadena perpetua o guillotina del acusado, sin garantías durante la investigación y las fases posteriores.
Pero, la participación del abogado en un proceso penal debe ser la garantía del Estado de derecho, con lo cual, aún cuando un ciudadano pueda ser acusado, por muy escandaloso que sea el caso, tiene derecho a una defensa de calidad.
Constitucionalmente el investigado acusado tiene derecho a la defensa, además el Estado debe proveérsela cuando carezca de recursos, pues a este se le presume inocente hasta que intervenga una sentencia firme (artículo 69.3 constitucional).
El que existan algunos abogados que ensucian la profesión no significa que no haya un pléyade de profesionales de la toga y del birrete que dignifican el oficio de representación de los intereses que han sido puestos en sus manos. Esta función es delegada por el Estado en manos de los togados para que todos puedan reclamar, demandar y defender los argumentos y derechos de quienes aleguen tener un derecho y de quienes deban defenderse.