Sirvan estas primeras líneas para dar mi más sentido pésame a mi querido profesor Julio César de la Rosa Tiburcio. Al ver su imagen, mirando desconsolado el cuerpo inerte de su hijo, sólo me llegó a la mente la imagen de mi padre mirando el ataúd de mi hermano en 2012.
Situaciones similares: personas jóvenes, muertes trágicas y confusas. Estoy seguro de que el dolor también debe ser muy similar, por lo que sabiendo lo que padecimos nosotros, puedo suponer lo que está sufriendo esa familia.
Además de la conmoción que me genera por el aprecio y respeto que siento por el padre de la víctima, me llenan de consternación las circunstancias envueltas.
El “accidente” ocurrió el sábado 15 de junio en la noche, y no fue sino hasta final de la tarde del domingo 16 cuando localizan su cuerpo en la morgue de un cementerio.
Todo esto a pesar de la exposición mediática que provocó su desaparición, y de estar el cuerpo acompañado de documentos de identidad.
Aún el lunes se especulaba si fue en la 6 de Noviembre o en la George Washington. Lo cual evidencia la precariedad de los instrumentos de investigación.
Otra barbaridad que se evidencia en este caso es que la persona que lo chocó y abandonó, sin saber sus condiciones, podría recibir una condena de apenas un año y estar libre en seis meses, pues las muertes vinculadas a incidentes de tránsito se condenan con penas de uno a tres años, sin importar las circunstancias.
Nada podrá reparar la vida perdida, ni calmar el dolor que sufre esa familia, pero ojalá esta absurda muerte, y todo lo que ella ha puesto en evidencia, nos llene de la suficiente indignación para impulsar necesarias transformaciones.