Una persona muy sabia me dijo una vez que la mayoría de las decepciones de la vida llegan porque esperábamos que los demás hagan lo que nosotros pensamos o queremos, pero nunca se lo decimos, por lo tanto, esperamos que ellos adivinen.
Y resulta que la mayoría de las veces nadie tiene una bola de cristal para conocer lo que tú quieres y sientes.
En esa conversación surgió también el tema de cuánto nos cuesta comunicarnos emocionalmente con los demás, por temor a dejar el corazón abierto y que sufra daños.
Pero entonces sí somos capaces de enojarnos, reclamar y hasta dejar de tratar a otras personas si no cumplen nuestras expectativas. Es para mí muy contradictorio.
Es cierto que hay silencios que dicen mucho más que palabras y que en ocasiones son necesarios, pero realmente creo firmemente en la comunicación directa, clara, sin tapujos, esa que te da la satifacción de decir lo que tienes que decir a la persona justa en el momento adecuado.
Si después de eso llega la decepción, no será porque no has transmitido tu sentir, sino porque realmente la otra persona no quiere o no puede responder cómo tú necesitas.
Pero por lo menos no te quedarás pensando en lo que pudo ser y puedes cerrar puertas a tu mente y a tu corazón.
No hay nada que cree más ansiedad que tu mente dando vueltas a lo que pasa por la cabeza de los demás, haciéndote historias de lo más intensas la mayoría de las veces.
Por lo tanto, dejemos que las barreras caigan cuando realmente alguien o algo nos importe y seamos capaces de externar de mil maneras aquello que pensamos y que sentimos, sin pensar en las consecuencias. Lo que tenga que ser, será. Pero no te quedaran lastres.