Amor contractual y crisis imaginaria
El libro superventas, con casi 32 millones de ejemplares facturados en el mundo, “Cincuenta sombras de Grey» (2011), de la autoría de la novel escritora británica E. L. James, es un bodrio de escritura mediocre y banalización de la contrafilosofía de tocador erigida por un extraordinario escritor como el Marqués de Sade.
Intenté leer ese primer volumen, pero, mi bajo umbral de tolerancia ante la esterilidad artística de lo lihgt y la reducción y cosificación de la sexualidad a meros asuntos de manipulación y sumisión, hizo, para mi fortuna, naufragar el intento. Respeto, eso sí, a quienes han celebrado y disfrutado la obra, sin distinción de género.
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Esta saga, aguda expresión de la crisis de la literatura, a resultas de un agotamiento de la imaginación por exceso de información, sin embargo, da pie a reflexionar acerca del amor en la sociedad moderna líquida, que procura el mayor rendimiento laboral y consumista del individuo para la perpetuación de la lógica digital del capital y la herida depresiva del individuo narcisista actual.
Se trata de pensar el amor como una relación contractual de trabajo, en una economía de supervivencia en la que cada individuo es empresario de sí mismo y, consecuentemente, se explota a sí mismo.
Eso es lo que el personaje Christian Grey, joven rico, narcisista y depravado sexual, establece con la estudiante finalista de literatura, virgen y de aparente ingenua personalidad, Anastasia Steele.
Porque reproducen lo habitual en el sadomasoquismo, porque no hay creatividad ni pensamiento eróticos, las sesiones sexuales entre esos dos personajes son un mero trabajo, a veces residual, deleznable y humillante.
En su acto sexual impera el cálculo, dado que la ocupación sádica del cuerpo de la sumisa se apoya en rutinas vejatorias contadas, en serie, repetitivas. Prevalece un sexo sin Eros, una profanación del amor. Una tecnificación perversa del sentimiento.
No es extraño que mujeres jóvenes, incluyendo la tonta de Sabina en medio de una orgía; mujeres y hombres que idealizan la sexualidad enlatada en productos pornográficos; mujeres a la hechura de la Emma Bovary de Flaubert; mujeres con déficits de afecto que esperan encontrarse, al despertar, un estreaper trapecista en su fría habitación; mujeres inteligentes, capaces, librepensadoras, feministas, anarquistas, en fin, mujeres y hombres que han leído con fruición libidinosa cada página de este libro o han repetido escenas de la también mediocre película homónima de Sam Taylor-Wood (2015), con guion de Kelly Marcel, no es de extrañar, insisto, porque, simplemente, han mordido, hombres y mujeres lectores -que han ido hasta la historia de aposento tras el aprendizaje de innovadoras técnicas amatorias- el anzuelo de otra falsa y ambigua promesa de la modernidad tardía, etiquetada como libertad sexual, pero, sometida a la lógica del rendimiento, la hipervisibilidad de lo porno y la absolutización de lo idéntico.
Sensiblería, pues, de pacotilla. Una suerte de “sexness” consumista del mismo rango y efectos alienantes que el “fitness” angustioso de la posmodernidad.
Ahora, la afición corporal no es ortopédica, sino, más bien, meramente estética. Me veo hemorso(a), luego existo. Subo mi selfie a Instagram, luego soy.
Y ese ideal de hermosura también lo dictan la productividad y el consumismo, de manera que las mercancías seduzcan a los individuos para esa finalidad porno, por exhibicionista, evidente, expuesta; y estética, por su apetito de sexo contractual, mercantilista. Eros ha muerto.
El sentir auténtico ha sucumbido al posar fugaz, del mismo modo en que calcular se ha impuesto a pensar. La saga de Anastasia y Christian ha tenido éxito porque la voluntad de autodegradación y autoexplotación es pieza clave del penoso espectáculo de existir.
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