A veces nos formamos una idea distorsionada acerca del desarrollo de las naciones. Los órganos que integran el cuerpo social de los pueblos desarrollados no sufren atrofia alguna.
Están irrigados por un oxígeno vitalizador que los hace funcionar sincrónicamente para que cada pieza del engranaje se beneficie de su evolución.
En cambio, las células que conforman la anatomía de las sociedades subdesarrolladas no responden a la demanda de sus energías vitales. Padecen de un rendimiento patológico tan bajo, que consumen todo el tiempo administrando las precariedades que conlleva la pobreza.
La nuestra ha sido prescrita como sociedad subdesarrollada, diagnóstico que no ha variado a lo largo de ciento setenta años de vida republicana, insuficientes, por lo visto, para que sus órganos marchen al paso que exige el salto a la prosperidad sustentable.
Basta alejarse un poco de los principales centros urbanos, para confirmar que la disfunción sistémica quiebra toda posibilidad de una diseminación geográficamente equilibrada del desarrollo.
¿A qué se debe entonces que las cifras macroeconómicas reafirmen la sostenibilidad del crecimiento, sin evidenciarse un comportamiento paralelo en la evolución del conocimiento, la literatura y las bellas artes? Tres variables de primordial papel en el desarrollo de los pueblos.
Causa y efecto a la vez. ¿Quién lo negaría? Pero ignoramos cuál ha sido su tasa histórica de crecimiento real. ¿Avanzamos o retrocedemos? Nos preguntamos si justipreciamos su importancia; si auspiciamos políticas certeras que las catapulten; y si acaso reconocemos que se trata de un trípode consustancial al desarrollo más que al crecimiento.
Porque no es lo mismo ni es igual.
Sabemos que incluso es posible crecer biológicamente con una afección congénita adversa al desarrollo funcional del organismo.
¿Quién gana en la pugna demográfica de millares de egresados de centros académicos corriendo al lado de millones de individuos que ni siquiera llegan hasta sus puertas? Al margen del resultado alarmante, fácilmente deducible, deberíamos saber si la calidad curricular de la educación formal propicia un inventario creciente de individuos egregios.
Porque sin esa clase sirviendo a los mejores propósitos, es imposible echar los cimientos que afiancen una sociedad desarrollada, y mucho menos, dar el brinco definitivo a la escalera que nos eleve a esa condición.
¿A qué se debe el sostenido ritmo de prosperidad de los pueblos desarrollados mientras la decadencia marca el signo predominante de los más empobrecidos? Naufragando éstos en el proceloso mar de la escasez, avanzando aquellos en el manso océano de la abundancia, con su pujanza palmaria en urbes, campos, valles y montañas; revelada en el comportamiento, el vestir y el lenguaje.
Mostrándose en las instituciones y en el plantel tecnológico, mientras el imperio del orden y la disciplina salta a la vista.
Expanden esos pueblos su producción editorial, y el hálito del desarrollo palpita incluso en la oferta de su cartelera cultural.
Hay en ellos un cierto afán inusitado de competitividad que los impulsa y engrandece.
¡Ah! Pero son pueblos portentosos porque dominan el conocimiento y porque no atan los esfuerzos del desarrollo al azar de la naturaleza tanto como al talento que nace de sus propias facultades mentales.
Entonces transmiten esa vocación de generación en generación, como si el espíritu de superación que los mueve formara parte de su código genético.
He ahí el verdadero desarrollo, el que se asienta, prospera y pervive laborando en la mente para favorecer un crecimiento material cualificado que apuntale un estado de bienestar deseable.
No al estilo de algún esquema sociopolítico cuestionable, sino como aspiración legítima del ser humano. Quisiéramos ver la voluntad de la clase gobernante inclinada en esa dirección.
Fuera de semejante contexto, todo lo demás es espejismo; un ejercicio inútil de hibernación para seguir orbitando el círculo de la pobreza.