Estadísticamente hablando, no pasa de ser un número más. Podrán decir, los más indolentes, que tanto duele una víctima de un crimen como otra cualquiera.
Pero el abominable asesinato del deportista Cutá Pérez, otrora ídolo aclamado por las multitudes y hombre de bien que, desde su lecho de enfermo, no le hacía daño a nadie, nos obliga a detenernos en el camino para tratar de encontrar una explicación a este desquiciamiento que está viviendo nuestra sociedad.
¿Por qué esta ola delincuencial que, en vez de ceder ante los embates de las autoridades parece fortalecerse con la complicidad de éstas y con la impunidad que le facilita el sistema imperante?
Están sobrando palabras y promesas. Sobran y nadie cree las mentiras que se dicen para tranquilizar a las familias. Cada vez son más sofisticados los medios empleados para la comisión de los delitos, las estafas y la maldad en general.
En busca de las causas de la enfermedad social, yo me voy a los orígenes: antes, en las escuelas -públicas y privadas- se atribuía gran importancia a la enseñanza de la materia Moral y Cívica, se cantaba el Himno Nacional al subir la Bandera e imperaba un respeto casi sacramental entre alumnos y maestros. Y en los hogares reinaban, juntos, el amor y la disciplina, el compañerismo y la obediencia.
En ambas vertientes nos hemos descuidado, pero todavía hay tiempo de volver al cauce correcto. Tomará muchos años reconstruir esos sueños, pero más vale comenzar a intentarlo que conformarnos con vivir bajo la ley de la selva. ¿Quién me acompaña?