Sosteniendo una amena y entusiasta conversación con un buen amigo en una mañana cualquiera, con temas diversos de la vida, interesantes por supuesto, en donde la complicidad de un rico café, con su aroma tan exquisito y cautivante nos hacía compañía agradable por demás, me comentó este de una triste e impactante experiencia que vivió en unas de las calles o avenidas de la ciudad.
Nos relataba el mismo que, conduciendo su vehículo tuvo una leve colisión o siniestro vial sin importancia con otro automóvil, en donde el otro conductor se desmontó inmediatamente a observar la magnitud de lo sucedido, y él lo que atinó fue a tomar su arma de fuego y manipularla; sumergida su actitud en una nube grisácea de arrebato emocional sin discernimiento, dispuesto a una pelea o confrontación de la que no podía perder; pero entonces algo inesperado aconteció y fue el surgimiento de una voz tierna e ingenua que desde el asiento de atrás del vehículo exclamó unas palabras milagrosas y oportunas para aquel momento, que avizoraba un ambiente de fracaso mayúsculo, cuando aquella niña que le acompañaba, su hija de seis años dijo : ¡Papi! ¿Y tú lo vas a matar?
Luego de haber escuchado esas frasecitas tan cortas o simples, pero tan contundentes y de un enorme peso de mediación, que le hizo conmover y estremecer los cimientos del corazón; aquel hombre volviendo en sí, mirando las pupilas dilatadas por la impresión repentina, pero con la autoridad decidida de un fulguroso brillo de paz que emanaban de los ojos de su hija, muy avergonzado por el mal ejemplo de su actuación, puso en marcha el serenar aquellos vientos tempestuosos y violentos que se abatían en su mente, procediendo a sacar la bala de la recámara, guardó ese instrumento de muerte y muy acongojado tomó una soberana decisión que aun permanece en su vida actual, y es jamás volver a portar un arma de fuego, pero sobre todo trabajarse a sí mismo, para evitar repetir episodios amargos como el vivido.
Si observamos nuestro diario vivir, este tipo de comportamiento se ha convertido en epidémico, con réplica profunda y preocupante en el tejido de nuestra sociedad, y es que historias como esta, ocurren con mucha frecuencia, pero con la triste diferencia de finales trágicos muy lamentables, fruto del irracional uso de la violencia no importando su tipo, en donde en muchas ocasiones no se dejan guiar de su voz interior, ni de alguien que les haga recapacitar a tiempo ante el encendido de esa mecha corta tan explosiva, que solo desenfoca la brújula de la vida y nos coloca como país en el feo sitial de las estadísticas negras.
El síndrome de la prisa, el cual nos convierte en seres indiferentes y en la mayoría de las ocasiones transgresores del orden, sumada a la conducta reaccionaria y hostil de actuar como caballo desbocado, nos conduce a la toma de decisiones apresuradas y riesgosas, muy distantes del respeto al valor supremo de la vida, el cual no puede ser vulnerado nunca y mucho menos por situaciones menores que pueden ser resueltas mediante el diálogo o un efectivo abordaje de la mediación de conflictos; por lo que es tiempo de dejar atrás las emociones sin sentido que solo conducen al abismo, recuerda que la vida está llena de conflictos, pero lo que realmente nos afecta no es lo que nos sucede, sino como reaccionamos ante lo sucedido.
*Por Ángel Gomera