¿Por qué queremos tener siempre la razón? Y, antes de seguir leyendo, detente unos minutos y piensa en las posturas que, en algunos momentos o la mayor parte del tiempo, te pueden colocar en el grupo creciente de los ‘dogmáticos’ o ‘infalibles’, aunque también pueden ser considerados como ‘obstinados o tercos’.
Vivimos en una era en la que la búsqueda constante de la verdad parece ser una prioridad, pero, paradójicamente, la necesidad de tener siempre la razón es una característica arraigada en nosotros.
Esta tendencia, que se manifiesta en diversos aspectos de la vida, tiene raíces profundas en nuestra psicología y dinámicas sociales, vinculándose con la autoafirmación y autoestima. En síntesis, la validación de nuestras ideas y opiniones nos proporciona sensación de seguridad y confianza en nosotros mismos.
Otro punto a tomar en cuenta es que la aceptación de que podemos estar equivocados implica, a veces, enfrentar vulnerabilidades que preferiríamos evitar. Además, la sociedad moderna, con su énfasis en la competencia y el éxito, refuerza la idea de que tener razón está vinculado con el prestigio y el respeto.
Lastimosamente, en un mundo donde la imagen personal juega un papel crucial, admitir errores puede percibirse como una debilidad, lo que impulsa a las personas a aferrarse a sus puntos de vista incluso en contra de la evidencia.
La psicología cognitiva también desempeña un papel importante en este fenómeno.
La teoría de la disonancia cognitiva sugiere que las personas sienten incomodidad cuando enfrentan información que contradice sus creencias. Para reducir esta incomodidad, es más probable que seleccionen y acepten información que respalde sus opiniones previas, perpetuando así la ilusión de tener siempre la razón. No obstante, la rigidez de mantener nuestras ideas tiene consecuencias negativas. Obstaculiza el aprendizaje y adaptabilidad, limitando el crecimiento intelectual y emocional.
Es bueno recordar que la verdad no siempre radica en tener la razón, sino en la disposición de aprender y evolucionar.
En muchas ocasiones me he arrepentido de mis posturas. Sin embargo, el problema no es querer tener la razón, sino negarnos a escuchar, a valorar los puntos válidos de los demás y anclarnos en el lapidario ‘porque sí’.