La coyuntura electoral es, por sus estampas, características y peculiaridades, un buen motivo para que siquiatras, sicólogos, sicoanalistas y sociólogos ejecuten lecturas interpretativas y orientadoras para que el país entienda a qué se expone en el proceso político que cierra la segunda década del presente siglo.
En los tres polos en disputa por el poder parecería -por el tono del discurso y su propia semántica- que nadie considera la derrota como un escenario probable, creando un nido para tensiones políticas futuras.
El yo impúdico nunca antes había tenido a su favor tanto espacio ni mayores oportunidades de inflarse en forma aplastante y obscena, como si en lugar de dirigirnos hacia una justa electoral competitiva y de calidad asistiéramos a una refriega en el lodazal.
He ahí donde deberían entrar los cientistas sociales y de la conducta humana para ponernos en contexto sobre esta sobre excitada petulancia con todo el mundo atrincherado, sin moderadores creíbles que auspicien el diálogo para evitar la catástrofe.
Además del triunfalismo o la convicción de una victoria inevitable -que lleva a algunos desde ahora a perfilar el gabinete y a diseñar los repartos clientelares para aliados e inversionistas de campaña- el asedio al árbitro, la Junta Central Electoral (JCE), nada bueno pinta.
Socavar la confianza del réferi – que tampoco se preocupa mucho por cultivar este atributo y otros activos intangibles como la credibilidad y la transparencia – es parte del convencimiento de los actores de que mayo de 2020 es propicio para levantar la bandera con el slogan “yo o que entre el mar”.
Igual perspectiva cabe en la posición oficialista de defender al órgano electoral como si se tratare de un asociado preferido o un dechado de perfección para quien resulta innecesaria la criticidad. Envalentonada y obtusa en algunos casos, el sonrojo le resulta ajeno a esta instancia.
De esta manera, caminamos hacia un ejercicio de la democracia, que es la elección a través del voto, en el que la suspicacia y la falta de fe se desbordan por un lado, mientras el asentimiento entona, por la otra vía, la canción del “todo está cumplido”. Hay que lograr que el riesgo país no dé un giro desfavorable. A nadie conviene. Se requiere cordura.