En estos días tumultuosos y extraños, de temperaturas extremas y realidades irrepetibles, mi mente y mi nostalgia han atraído las imágenes serenas de dos amigos que hace mucho no veo, pero a los que llevo en mi mente y mi corazón con verdadero orgullo, porque se trata de esa clase de personas a las que sutilmente calificamos como excepcionales en el sentido más deslumbrante de la palabra.
Me refiero a Ylonka Nacidit Perdomo y a Tomás Castro.
Los dos son poetas y prosistas excepcionales y su presencia en nuestra historia literaria representa un brusco corte histórico por sus magníficos aportes, dedicación y entereza.
Se trata de creadores deslumbrantes, personalidades excepcionalmente cultas, que despiertan lo mejor de nosotros por tratarse de personalidades únicas, formales, inspiradoras. Su tránsito por nuestras vidas siempre deja una huella profunda, grabada con fuego, imborrable.
Recuerdo la ocasión en que Ylonka y nosotros fuimos designados como jurados de uno de los dos eventos literarios más relevantes del país. Apenas la conocía, aunque, por mis lecturas, siempre había sentido hacia esa muchacha una profunda admiración por su considerable talento, su disciplina, la reciedumbre de su personalidad, su entereza excepcional.
Dialogamos, entonces, sobre nuestras opciones para proceder con sentido de trascendencia, entereza, conocimiento y justicia. En esos entonces me desempeñaba como embajador de la República en Nicaragua, y empezamos a agotar extensas comunicaciones telefónicas para evaluar no sólo a los participantes y sus méritos, sino sus repercusiones en nuestras letras, su contexto y proyecciones.
Desde siempre había sentido una inmensa admiración por esa dama por la calidad de sus escritos, su prosa y poemas, sus consideraciones tan objetivas, su inmensa cultura y erudición, sus juicios tan transparentes…
Conversamos todos los días por muchas horas. Comprendí, entonces, las razones por las cuales la incidencia en nuestro quehacer literario histórico se había encumbrado a niveles tan elevados gracias, entre otras motivaciones, a la presencia de personas como esta joven tan brillante, tan objetiva, de una cultura definitivamente excepcional y deslumbrante.
Sentimientos e ideas similares me alcanzaron tras conocer la poesía de Tomás Castro. Tomás es un poeta de elevadísimos vuelos y un militante de nuestras mejores causas literarias.
Siempre ha estado al lado de nuestros más elevados propósitos y es una persona que cree en la amistad y los mejores principios de la convivencia.
Recuerdo en una ocasión una extensa velada en la que participó mi desaparecida hermana la doctora Zoila Marcallé. Invité a Tomás Castro a leer sus poemas frente a un auditorio tan reducido como crítico.
Tomás se la lució en grande recitando sus textos de “Amor a quemarropa”, un libro que ya forma parte del acervo literario dominicano.
Siempre humilde, sencillo, pero deslumbrante, fabuloso, escalando alturas innombrables en su recitar magistral, sutil, profundo, maravilloso.
Tomás, aquejado ahora de un mal de estos tiempos, siempre concita la atención por su serenidad y entereza, por lo elaborado de sus versos, por su intrínseca grandeza.