¿Y a dónde se metió Vitor que no aparece…?

¿Y a dónde se metió Vitor que no aparece…?

¿Y a dónde se metió Vitor que no aparece…?

Nadie supo jamás de su paradero. Partió un día cualquiera quizá hastiado del duro trabajo a que era sometido en los cañaverales del ingenio Barahona. Las intensas jornadas laborales bajo el candente sol del Sur Profundo resultan insoportables.

La familia le llamó Vitor. Los sobrinos, Tío Vitor.

-“Esos cañaverales son un infierno. Los trabajadores aguantamos como burros ese fuete…a cambio de un mísero salario”, expuso Tío Vitor mientras conversaba con sus hermanos en el patio de la casa de mi padre.

-“Un día me voy de aquí, no sé a dónde ir; pero me largo…ya estoy harto de esta situación. Tengo que dejar esta vaina, este martirio me tiene como loco…”, expresó.

Vitor es un hombre joven, sano, trabajador y de hablar pausado. Permanece la mayor parte de su tiempo, incluso en el trabajo, imbuido en profundos e indescifrables pensamientos. Raras veces solía expresarse y cuando lo hacía, era en momentos en que compartía con sus hermanos, ya un café, unos tragos de ron ginebra con sal o “clerén” haitiano.

Los efectos del alcohol parecen despertar su ira interna, la cual lo presionaba como pesado fardo que Vitor acumuló en su interior y que le estalló en los santiamenes menos esperados.

La machacada expresión en el sentido de que se iría, ya no sorprendía ni siquiera a los presentes en el patio. Habían escuchado tantas veces esa frase que la última vez que se oyó decirla fue poco antes de desaparecer.

Él lo repitió cada vez que compartió el café mañanero. Se sentía fastidiado por el tipo de vida que llevaba y decía que se marcharía. Nadie puso entonces mucha atención a sus constantes lamentos y amenazas.

Alimento para pensamientos atormentados

Un día ocurrió que la realidad se convirtió en un cruento alimento para sus pensamientos atormentados.  Los afanes de éste en los cañaverales los agobiaban e hizo que posterga su eterno sueño de cambio. El mísero salario que recibía ahogó toda posibilidad de avanzar, de lograr su crecimiento personal y de una vida mínimamente digna.

El pago que recibía por ocho y hasta diez horas de trabajo en los cañaverales, la mayor parte bajo la inclemencia de un intenso y candente sol, aderezado de pelusas y los filos cortantes de las hojas de las cañas, le ayudaban a producir dinero que apenas le daba para supervivir.

Me voy, me voy, me largo de aquí…”, enfatiza éste mientras estaba bajo los efectos de los tragos. Después ni siquiera recordaba lo que había dicho.

No se despidió de nadie.

Ese día mi padre notó que Vitór no acudió como de costumbre a tomar café antes de irse a su trabajo como jornalero en los cañaverales del ingenio diseminados en los bateyes, pequeños y depauperados asentamientos de trabajadores haitianos.

La soledad le surgió como colofón. Ella se convirtió en su mejor amiga, su permanente e inseparable compañera y eso también lo angustiaba bastante. Vivía en un pequeño bohío de madera techado de hojas de palmera, ubicado próximo a la casa de mi padre.

Estando pequeño lo vi un día con un machete al cinto, cuando acudió a casa temprano a tomar su habitual taza de café. Fue suficiente para que le tomara un cariño especial. Habló brevemente con mis padres y partió a su trabajo. Tenía un caminar pausado y taciturno. Lo volvía a ver en  horas de la noche cuando llegaba a cenar para acostarse, descansar un poco y volver otra vez al afán de las jornadas en los cañaverales.

Llevó una vida cargada de monotonía y sin ningún horizonte. En principio parecía que todo andaba bien, pero de un momento a otro la paciencia de Vitór se agotó ante esta angustiante rutina y no soportó más. Se vio en el espejo de su hermano Cornelio, quien con una dramática y famélica figura echó una vida trabajando para el ingenio y terminó en una miserable situación con sus seis hijos.

-“Cornelio me da pena” –decía cada vez que podía.

Durante los primeros días de su desaparición hubo mucha preocupación en la familia, no cesaron los llantos y la desesperación que lo cundió todo. Ni idea de lo ocurrido, no dejó ni un papelito que dijera el lugar  a donde se había marchado o si se había quitado la vida.

Pasado el tiempo su figura se difumina y la familia apenas recordaba a Tío Vitor. De vez en cuando se escuchó decir que lo vieron en algún lugar del país. Una vez una persona del pueblo dijo haberlo visto en el proyecto guineero de La Cruz, en Manzanillo, Montecristi, a cientos de kilómetros del municipio de Tamayo.

En otra oportunidad dijeron que lo vieron en Sosúa, Puerto Plata. Después en Higüey, en La Romana y San Pedro de Macorís. Una vez alguien se acercó a mi padre para decirle que vio a una persona parecida a Vitoren Samaná. Relató que cuando trató de acercarse desapareció de su vista. Era como un fantasma errante.

El último sitio donde se dijo que lo vieron fue en Nagua, pero nadie mostró una certeza de ello. Después de eso no se volvió a saber más nada de él.

En mi ingenuidad infantil cuando escuché que se mencionaba a Tío Vitor, se me ocurrió decir que quería ser como él. Quise ser esa alma libre y omnipresente que vagaba por el mundo y podía ser visto  en uno u otro pueblo, en una u otra comunidad. A éste le atribuían también aventuras de todo tipo y que tenía mujeres en cada uno de los lugares donde lo avistaron.

En una ocasión expresé que quería ser como Tío Vitor, “un trotamundos”. La expresión que surgió de mi ingenuidad, causó revuelo en la familia que a partir de entonces pedían que se me vigile, no vaya a ser cosa que también quiera desaparecer.

Se esfumó de la tierra

Cuando Tío Vitór se esfumó de la tierra –como decíamos en la familia-, mi hermano Behín era todavía prácticamente un niño y no lo llegó a conocer bien. Creció y ya un “hombrecito”, todavía un adolescente, se metió en mujer y tuvo que enrolarse en el Ejército Nacional para sostenerse junto a su pareja.

Como es norma en los institutos militares, a los guardias los trasladaban a diferentes cuarteles en distintos puntos del país. Me contó Behín que a él primero lo pusieron de puesto en Neyba, provincia Bahoruco, y que de ahí lo enviaron a otros pueblos, incluso a Puerto Plata, entre otros.

Dijo que pensó siempre que se encontraría con Tío Vitor, pero eso nunca ocurrió y perdió definitivamente toda esperanza.

Estando de puesto en el cuartel del Ejército en Pedernales lo enviaron al frente de una patrulla a que acudiera  a Oviedo, una comunidad de colonos agrícolas y trabajadores que laboraban en las plantaciones de algodón, conocida entonces como “La Algodonera”. Según denuncias, en aquel lugar operaban juegos de azar, específicamente naipe y el llamado vironai.

La patrulla irrumpió violentamente en la casa de juegos y apuntó con sus rifles a los presentes, mientras gritó fuertemente:

-“No se mueva nadie, aquí llegó la guardia del jefe, están todos presos…”.

Los jugadores sorprendidos y temerosos levantaron sus brazos y se entregaron. En la mesa de juego había dinero en efectivo, cartas y varios “dados”. Un hombre de cierta edad quiso escaparse. Se acercó sigilosamente a la puerta, pero el militar adivinó sus intenciones y le encañonó:

Eyy tú, ¿”pa, dónde va? ¿Intenta huir? Sal corriendo si eres guapo, para que vea…maldito viejo…”.

El soldado, mientras increpaba al señor, levantó el arma y amenazó con golpearlo en la cabeza con la culata. Los otros integrantes de la patrulla se mantenían vigilantes y encañonaron a los demás jugadores.

Un silencio expectante reinó en el lugar. La mudez solo se interrumpió con la resonante voz del comandante:

-“Siéntese aquí buena m…, viejo charlatán…”, increpó. -Poniendo el mal ejemplo. Colóquese de este lado y no intente huir. No me obligue a tener que golpearlo….”, espetó el militar. Éste blandía en tono amenazante la trasera del fusil en contra de la cabeza del jugador de más edad.

-“Usted debe poner el ejemplo para el trabajo serio. El jefe es el principal enemigo de estos juegos de azar que llevan el hambre y la miseria a nuestros campos.

Y miren en qué está este buen sinvergüenza, cualquiera te da una tabaná…”, esgrimió el militar.

-“Guardia cálmese, cálmese, qué le pasa a usted conmigo”.  –“Yo no le he hecho nada ¿por qué está así conmigo?”, expresó el hombre ante la agresiva actitud del comandante. Después de muchos ruegos, éste dejó que los jugadores se marchasen, pero con la amenaza de que no dará chance a ninguno en otra oportunidad.

Pero una semana después al militar se le asignó otro servicio en una gallera del lugar. Y allí se encontró de nuevo con aquel señor, esta vez irrumpía de manera brusca en el corral de peleas de los gallos. La práctica no era permitida, causaba fricciones y reyertas entre los galleros. El militar vio la acción, se acercó al hombre y lo sacó del área de las peleas bajo amenaza de trancarlo.

El reencuentro

El señor no hizo mayor resistencia. Pero como impulsado por el fervor de la pelea de los gallos, éste saltó y entró otra vez al redondel de las peleas. El soldado, que vio la acción, también saltó detrás de éste y lo sacó de nuevo, esta vez de manera compulsiva.

Al terminar las peleas, el guardia y el señor coincidieron a la salida de la gallera en el improvisado puesto de “bombones” y “bienvesabes” de Doña Lorenza, una señora muy conocida en la zona por la sabrosura de sus productos.

Al encontrarse en el lugar, este señor se quedó observando con detenimiento al militar.  Sin más palabras y queriendo lograr un acercamiento, le brindó de los bombones que había comprado, pero el soldado lo rechazó. No obstante, preguntó: -“Soldado, usted como que se me parece a alguien conocido ¿de qué pueblo es usted?”.

-¿Para qué usted quiere saber de dónde yo soy?-contestó el joven militar. Y acto seguido, expresó: “Yo soy de Tamayo, provincia Bahoruco… ¿Usted sabe dónde está ese pueblo?

El señor de edad entonces le preguntó si conocía allí a un señor llamado Eloy. El guardia sorprendido le respondió que sí, que no solo le conocía, sino que ese era su padre.

– “No puede ser. ¿Qué Eloy es tu padre? ¿Qué chiquito es este mundo?, dijo asombrado el señor mayor de edad–-“Mira cómo son las cosas, Eloy es mi hermano y tú eres mi sobrino. Yo soy Vitor.

Cuando Behín escuchó ese nombre, Vitor, el que la familia dio por desaparecido, el trotamundos, tiró el fusil a un lado y se abalanzó sobre él dando gritos:

-“Tío Vitór, Tío Vitor…”.

Ambos, tío y sobrino, se confundieron en un fuerte abrazo. Lloraba profusamente ante las incrédulas miradas de guardias y jugadores. Behín no perdió tiempo, fue a la fortaleza y desde allí llamó a nuestro padre, quien tuvo que trasladarse a la oficina de Correos, el único lugar donde se podían recibir llamadas.

Hablaron por fonía…, Behín explicó las circunstancias en que encontró a Vitor en Pedernales.  Cuando mi padre retornó a la casa después de esta sorpresiva y conmovedora conversación, dijo fuerte para que lo escuche todo el mundo incluso los vecinos:

-¡Apareció mi hermano Vitór, apareció Vitor! ¡Behín lo encontró en Pedernales! La inesperada noticia causó un mar de llantos entre la familia y los vecinos.

*El autor es periodista.



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