El 10 de septiembre se celebró el Día Mundial de la Prevención del Suicidio, un problema de salud pública descuidado y relegado.

Según la Organización Mundial de la Salud cada año, más de 700.000 personas se quitan la vida tras numerosos intentos de suicidio, lo que corresponde a una muerte cada 40 segundos.

Asimismo, de acuerdo con la OMS, el suicidio es la tercera causa de muerte entre los jóvenes de 20 a 24 años en América Latina, pero, la tasa más alta de la región está en las personas de 45 a 59 años y les siguen los de 70 o más.

El deseo de morir y consumarlo no discrimina. Afecta a ricos y a pobres. En los países nórdicos con estados de bienestar consolidados, el índice de suicidio supera el 15.0 por 100 mil personas. En Estados Unidos llega a 16.1. Y, en Latinoamérica, en la última década el suicidio aumentó en un 17% según OMS.

La gran paradoja de la vida es que la vida se nos está muriendo de depresión. La tristeza y el dolor del alma están asolando a personas y familias enteras.

Es evidente que el Covid-19 ha agudizado las causas del suicidio asociadas al encierro, al miedo al contagio y el aumento del desempleo, pero ya era un problema mundial antes de la pandemia hasta el punto de que los Objetivos de Desarrollo Sostenibles contemplan una meta de reducir en un tercio la tasa mundial de suicidios para 2030.

Cumpliendo los compromisos asumidos internacionalmente, el prevenir el suicidio debe ser una meta prioritaria en nuestro país. Una tarea pendiente es fortalecer los servicios de salud mental y que sean accesibles para toda la población de forma gratuita.

OMS también propone una estrategia preventiva denominada LIVE LIFE – VIVIR LA VIDA que apuesta por la detención temprana, las medidas tendentes a limitar los medios de acceso al suicidio y la difusión responsable de estos hechos.

Todos somos responsables de acabar con el suicidio porque con el termina la esperanza, la vida y el futuro.