Altagracia Suriel
A propósito de las tragedias que presenciamos en el día a día, es pertinente reflexionar sobre la solidaridad, una condición de la verdadera eficacia personal, social y política.
La solidaridad como valor tiene su origen en la llamada Regla de Oro que establecen todas las religiones como fuente de la felicidad humana.
En el cristianismo, la Regla de Oro se concreta en el “amar al prójimo como a sí mismo” y en hacer con los demás las cosas que queremos que se hagan con nosotros mismos. En el budismo en no dañar a los demás (karma) y hacerles el bien (dharma); y, en la religión musulmana se plantea en la expresión de que nadie es creyente hasta que desea para su hermano lo que desea para sí mismo.
A nivel personal la práctica de la solidaridad consiste en vivir desde la entrega a los demás optando por la generosidad, la humildad y el amor en vez de actuar desde el egoísmo, la discordia, la arrogancia y el odio.
Ser solidario es ceder el paso en la vía pública. Es respetar las leyes de tránsito sabiendo que si las violamos ponemos en peligro nuestra vida y la de otras personas. Es vivir en armonía con nuestros vecinos respetando las reglas del condominio. Es ser fiel a la pareja y respetarla. Es saber vivir en familia.
En lo político la solidaridad se asocia al fin mismo del poder que es servir al pueblo, una actitud que nace de la preocupación por el desarrollo y el bienestar colectivo. En el ámbito internacional la solidaridad reviste formas de cooperación técnica y económica para erradicar la pobreza en todas sus manifestaciones y proteger el medio ambiente.
La solidaridad como práctica política revoluciona y cambia la sociedad. Un ejemplo paradigmático se vio en Polonia con Lech Walesa y su movimiento Solidaridad. Pidiendo una hora por Polonia este líder logró el ascenso de la democracia.
La solidaridad da frutos que perduran. Que, como dijo José Martí, nuestra solidaridad sea un medio para que esta nación alcance su misión.
