Como en toda situación de violencia, también en esta, se utiliza la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o conseguir algo.
Sólo quien ha vivido dentro de esta situación es capaz de entenderla y el porque la soporta, pues generalmente comienza sutil, por lo que no hay conciencia de que se están instalando y va creciendo. Los eventos se van dando más frecuentes y mayor intensidad.
En esta dinámica, el ejecutor tiene el dominio, esperando ser complacido en sus peticiones, demandas y normas que establece. De no ser obedecido, se frusta y hace explosión.
El agredido obedece y se somete por temor principalmente, temor que va desarrollando casi sin enterarse, ya que el maltratador actúa de manera gradual, minando la autoestima del otro (descalificando, apartándolo de sus intereses y de sus seres queridos).
Así, va lacerando sus sentimientos y produciendo emociones negativas en el sometido, provocando con frecuencia desilusión, decepción y desamor.
Sólo queda miedo, temor, intranquilidad y desmoralización. Una persona en ese estado no es funcional del todo. Abandona todo lo que le hace sentir viva y está en peligro de deprimirse.
La intimidad sexual se afecta terriblemente y el violentado puede desarrollar disfunciones sexuales. La primera, trastorno del deseo sexual hipoactivo, también disfunciones orgásmicas y disfunción eréctil (en el hombre).
No solo es afectada la pareja, también los hijos, los familiares de ambos miembros, los amigos y hasta los vecinos. Sin importar cuál sea el desenlace, la violencia en la pareja deja secuelas psicológicas de por vida.