En días pasados tuve el privilegio de ser invitado a uno de esos apartamentos construidos al borde de la playa de Juan Dolio, a pocos pasos de la capital.
Las áreas eran relativamente pequeñas, pero desde el balconcito del piso once en que me encontraba, mi vista se regocijaba recorriendo el inmenso mar y el ilimitado espacio aéreo salpicado de nubes.
Por un instante me sentí dueño de todo lo que abarcaba mi mirada. Y en efecto sigo creyendo que todo ese cielo y todo ese mar son míos mientras pueda contemplarlos, pues siempre estarán ahí esperando por mí y nadie podrá llevárselos para ninguna parte.
Inevitablemente tuve que pensar en el espacio infinito que se me mostraba por delante. Me dejé llevar por la imaginación. Volé hacia el Sol y lo dejé atrás. Navegué sin rumbo entre luces y sombras.
Viajé por las galaxias, por las constelaciones, y más allá, imaginando los más diversos mundos con sus desconocidos seres vivientes los unos, o sus áridas y desiertas superficies los otros.
No sé cuántos minutos duró mi experiencia, pero la sentí como una eternidad. Abrí de nuevo mis ojos -que ya estaban cerrados- y regresé a reunirme con mi cuerpo en mi balcón. El mar estaba todavía ahí.
El cielo con sus nubes, también. En el piso bajo me esperaba la realidad otra vez.