Muchas veces el silencio puede desembocar en indiferencia, y esta, no en complicidad, pero sí en cobardía. Los sucesos acaecidos desde hace tres meses en Venezuela duelen e irritan.
Cientos de heridos, miles de detenidos y ochenta muertos ha de ser más que una alarma para mirar, espantados, su drama y su destino.
El giro que ha tomado el régimen de Nicolás Maduro, heredero de una ideología populista, parida de las entrañas del militarismo latinoamericano, con ropaje revolucionario, está dando visos dictatoriales con la violación a los derechos humanos y a las libertades públicas.
Y más aún, con el cercenamiento del Estado de derecho, mediante un autoritarismo dogmático y ciego.
El cambio para lo peor se expresa en la aparición de un ejército paramilitar de encapuchados (denominado colectivos), que está usurpando el papel de las fuerzas represivas del gobierno, de un régimen que perdió la gracia del pueblo, desde el triunfo de la mayoría opositora en el pasado plebiscito popular eleccionario, estatuido por su propia constitución.
Con la inflación acaso más alta del mundo, desabastecimiento alimentario y escasez de medicina, la tragedia venezolana debería darnos un signo de alarma. Desde el juicio “político” a Leopoldo López (el preso político más famoso del mundo), hasta la destitución de la fiscal Luisa Ortega Díaz -esa heroína desencantada del chavismo-, los rasgos asumidos por este absurdo gobierno apuntan a una dictadura de nuevo cuño, en que degeneró el ideal de Hugo Chávez.
Las voces de LilianaTintori –esa Juana de Arco latina-, clamando libertad para su esposo y el sonido del joven violinista, que entretiene a los manifestantes de las calles caraqueñas, representan símbolos que nos conmueven y acongojan. La extraña solidaridad de algunos gobiernos democráticos y el silencio cómplice de los pocos regímenes populistas de corte izquierdista no tienen explicación ni justificación.
En el pasado la vieja izquierda combatía a los regímenes militares y hoy se solidariza. Los gobiernos que son modelos democráticos hacen silencio, acaso por gratitud, y es un error que reside en que la gratitud debe ser con el pueblo que sufre y padece y no con un gobierno impopular, que reprime.
Estamos ante un régimen que pisotea los derechos humanos y la libertad de expresión (cierra CNN), que combate a los disidentes e irrespeta a los diputados de oposición. Maduro perdió sus derechos, pues no cumplió su deber de estadista. Fue derrotado en una Asamblea Nacional y se niega a aceptarlo.
Es un pésimo heredero de Chávez. Un exsindicalista, mastodóntico y arrogante, con una retórica de papagayo, incapaz de comprender que los pueblos se hastían y que la democracia tiene sus reglas, leyes y juegos para renovarse y perfeccionarse, como son las elecciones libres y el respeto a la independencia de los poderes públicos.
La oposición sí cumple, pero el gobierno no. ¿Qué más esperar para calificar de dictador a un presidente que dice: “Lo que no lograremos con los votos, lo conseguiremos con las balas?” Un fantasma pretende irradiar una ideología desfasada y un sistema de gobierno caduco para el siglo XXI: del populismo autoritario de izquierda a una dictadura civil, monstruosa e indolente.
La vieja herencia castrista aún lanza sus estertores de muerte, bajo la bandera espuria de un socialismo romántico del siglo XXI, pintado de revolución bolivariana.
El camino es la transición democrática, vía eleccionaria, y un acuerdo de unidad nacional para salir de la crisis política y económica y evitar una guerra civil. No más confrontación. La Asamblea Constituyente no es la salida, pues solo emana del oficialismo, y por tanto, generará más confrontación y agravará la crisis.