Resulta penoso y deprimente apreciar cómo muchos de los valores que alguna vez caracterizaron a los dominicanos y a muchos extranjeros de quienes alguna vez fuimos amigos o compañeros de ruta se han ido perdiendo y diluyendo en la misma medida en que nos “civilizamos” y nos “modernizamos”.
Aclaremos que no se trata de una crítica a la modernidad, al imprescindible avance en diversos órdenes de la sociedad y la condición humana.
Me refiero a una frase que quizás define y caracteriza en gran medida nuestro proceder y nuestra conducta: la carencia de principios, de lealtad, de seriedad, la ausencia de autoridad en la familia, el irrespeto a las normas, así como a vicios del carácter y la formación para no citar otras taras como la insinceridad, la hipocresía, la ambivalencia.
Existe un predominio de lo que ahora se consideran “valores vigentes” (en realidad antivalores) que en otros tiempos eran evidencia de falta de educación, mal gusto, incultura, vulgaridad, absoluta ausencia de creencias familiares o religiosas. Como las normas de conducta que se nos predicaba en colegios y escuelas y en el seno de nuestras familias.
Porque cuanto predomina a muchos niveles en estos tiempos es la desfachatez, la vulgaridad, la hipocresía, la ambivalencia, el aprovechamiento, la habilidad mal entendida, la ausencia absoluta de principios y normas. Todo vale si logramos nuestros fines y propósitos por aviesos que estos sean.
El precio a pagar no cuenta ni importa.
La difícil interrogante es qué ha ocurrido en las familias, las iglesias, las enseñanzas de moral y cívica y aquella doctrina que una vez se bautizó como “moral social”.
Puede que sean los tiempos y que todo se haya trastornado desde sus mismas raíces y lo que una vez se llamó amor filial, principios, valor humano, decencia, ahora sólo sean antiguallas que, para algunos, de nada sirven o que es poco lo que valen.
Uno observa con amargura cómo principios, la honestidad y la decencia, la amistad, la seriedad, la responsabilidad, la franqueza han sido arrojados a un lado del camino como desechos.
La cultura, la decencia, la seriedad, la sinceridad han emigrado a otro plano hasta diluirse en fantasmagorías carentes de valor.
Y eso es penoso. Alguna vez creímos que el ser humano se encaminaba a estadios superiores de su existencia, en función de los principios que nos enseñaron cuando éramos niños y jóvenes en el seno de nuestras familias o en los colegios y las escuelas en las que cursábamos estudios.
Nuestros profesores, eran, en su generalidad, verdaderos ejemplos de integridad. Lo eran parientes y amigos, así como personas honorables con las que compartíamos. Muchos de estos arquetipos parecen encontrarse hace ya un largo tiempo en franca extinción. Y eso es muy lamentable.
Valores como la amistad, la decencia, la franqueza, la solidaridad, la responsabilidad, los consejos oportunos basados en la experiencia adquirida, el desinterés, el respeto, parecen haberse extraviado por esos caminos de Dios.
Lamentable, porque, como seres humanos, nos hemos transformado en individuos que esconden su verdadero rostro tras una máscara, somos ambivalentes, vivimos poseídos por deleznables apetitos, corroídos por lo material, el placer, el vicio y cuya única preocupación es, al parecer, la de “disfrutar” el momento y las circunstancias. Un espectáculo bochornoso y deleznable.