A propósito del año que empieza y del descanso de las fiestas de fin de año, es pertinente reflexionar sobre la importancia del silencio en un mundo dominado por ruidos de todo tipo.
La calma parece ser cosa del pasado en ciudades dominadas por el estruendo de lo urbano que contamina no solo el ambiente sino el alma.
Pero el ruido no solo es externo. También hay ruido de exceso de palabras, de verborrea o de cháchara. De hablar de todo y opinar de todo. Hasta de lo que no se sabe. De lo falso, de lo que ofende y de lo que daña.
Y existe un ruido interno imparable que viene de la realidad virtual que está sustituyendo la vida real en esta era del ciberespacio. Las dimensiones del murmullo de lo virtual están generando la infoxicación tecnológica que lleva a adiciones y problemas de salud mental.
El fenecido Papa Benedicto XVI, ha alertado sobre el riesgo de la falta de silencio y sus implicaciones, afirmando que “los más jóvenes parecen querer llenar de música y de imágenes cada momento vacío. Es una tendencia que siempre existió, especialmente entre los jóvenes y en los medios urbanos más desarrollados, pero que parece haber alcanzado tal nivel que puede hablarse de mutación antropológica”.
Esa mutación antropológica se atribuye a la incipiente interioridad del homo tecnologicus del cual la tecnología es compañera inseparable y frente a quien se corre el riesgo de volverse un esclavo alienado de si mismo y de su verdadera identidad.
Ante la saturación de ruidos, el remedio es el silencio que implica rescatar espacios de quietud libres de distracciones, que permitan al ser humano encontrarse consigo mismo, con la naturaleza y lo trascendente y contemplar la vida desde lo real, lo sutil, el afecto y el amor.
Hay que educar en el silencio, valorando su elocuencia, escuchando su discurso, sus palabras, sus lecciones. Y en el silencio, encontrar la paz. Esa paz que tanto buscamos como un tesoro escondido.